Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por:
Simone de Beauvoir
El
9 de enero de 1908 nacía en París Simone de Beauvoir. La recordamos mediante un
fragmento de su célebre obra 'El segundo sexo', publicada en 1949, se
convertiría en referente fundamental de los estudios de género y del feminismo
moderno.
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La
teoría del materialismo histórico ha sacado a la luz verdades importantísimas.
La humanidad no es una especie animal: es una realidad histórica. La sociedad
humana es una anti-physis: no sufre pasivamente la presencia de la naturaleza,
la toma por su cuenta. Esta recuperación no es una operación interior y
subjetiva, sino que se efectúa objetivamente en la praxis. De este modo, no
podría ser considerada la mujer, simplemente, como un organismo sexuado; entre
los datos biológicos, tienen importancia sólo los que adquieren en la acción un
valor concreto; la conciencia que la mujer adquiere de sí misma no está
definida por su sola sexualidad: refleja una situación dependiente de la
estructura económica de la sociedad, estructura que traduce el grado de evolución
técnica alcanzado por la humanidad. Hemos visto que, biológicamente, los dos
rasgos esenciales que caracterizan a la mujer son los siguientes: su
aprehensión del mundo es menos amplia que la del hombre; está más estrechamente
esclavizada a la especie. Pero estos hechos adquieren un valor del todo
distinto según el contexto económico y social.
En
la historia humana, la aprehensión del mundo no se define jamás por el cuerpo
desnudo: la mano, con su pulgar aprehensor, ya se supera hacia el instrumento
que multiplica su poder; desde los más antiguos documentos de la historia, el
hombre siempre se nos presenta armado. En los tiempos en que se trataba de
blandir pesadas clavas, la debilidad física de la mujer constituía una
flagrante inferioridad: basta que el instrumento exija una fuerza ligeramente
superior a la de la que ella dispone para que aparezca radicalmente impotente.
Mas puede suceder, por el contrario, que la técnica anule la diferencia
muscular que separa al hombre de la mujer: la abundancia no crea superioridad
más que ante la perspectiva de una necesidad; no es preferible tener demasiado
a tener suficiente. Así, el manejo de un
gran número de máquinas modernas no exige más que una parte de los recursos viriles:
si el mínimo necesario no es superior a la capacidad de la mujer, ésta se
iguala en el trabajo con el hombre. En realidad, hoy pueden desencadenarse
inmensos despliegues de energía simplemente oprimiendo un botón. En cuanto a
las servidumbres de la maternidad, según las costumbres, adquieren una
importancia sumamente variable: son abrumadoras si se imponen a la mujer
numerosos partos y si tiene que alimentar sin ayuda a los hijos; si procrea
libremente, si la sociedad acude en su ayuda durante el embarazo y se ocupa del
niño, las cargas maternales son ligeras y pueden compensarse con facilidad en
el dominio del trabajo.
En
El origen de la familia, Engels rastrea la historia de la mujer de acuerdo con
esta perspectiva: dicha historia dependería esencialmente de las de las
técnicas. En la Edad de Piedra, cuando la tierra era común a todos los miembros
del clan, el carácter rudimentario de la laya y la azada primitivas limitaba
las posibilidades agrícolas: las fuerzas femeninas se adecuaban al trabajo
exigido por la explotación de los huertos. En esta división primitiva del
trabajo, los dos sexos constituyen ya de algún modo dos clases; entre éstas hay
igualdad; mientras el hombre caza y pesca, la mujer permanece en el hogar; pero
las tareas domésticas entrañan una labor productiva: fabricación de vasijas de
barro, tejidos, faenas en el huerto; y por ello la mujer tiene un importante
papel en la vida económica. Con el descubrimiento del cobre, el estaño, el
bronce y el hierro, y con la aparición del arado, la agricultura extiende su
dominio: para desmontar los bosques, para hacer fructificar los campos, es
necesario un trabajo intensivo.
Entonces,
el hombre recurre al servicio de otros hombres, a quienes reduce a esclavitud.
Aparece la propiedad privada: dueño de los esclavos y de la tierra, el hombre
se convierte también en propietario de la mujer. Es «la gran derrota histórica
del sexo femenino». Esta derrota se explica por la convulsión producida en la
división del trabajo como consecuencia de la invención de los nuevos
instrumentos. «La causa que había asegurado a la mujer su anterior autoridad en
la casa (su empleo exclusivo en las labores domésticas) aseguraba ahora la
preponderancia del hombre: el trabajo doméstico de la mujer desaparecía desde
entonces con el trabajo productivo del hombre; el segundo era todo, y el
primero un accesorio insignificante». El derecho paterno sustituye entonces el
materno: la transmisión del dominio se efectúa de padre a hijo, y ya no de la
mujer al clan. Es la aparición de la familia patriarcal fundada en la propiedad
privada. En semejante familia, la mujer está oprimida.
El
hombre reina como soberano y, entre otros, se permite caprichos sexuales: se
acuesta con esclavas o con hetairas; es polígamo. Tan pronto como las
costumbres hacen posible la reciprocidad, la mujer se venga por la infidelidad:
el matrimonio se completa naturalmente con el adulterio. Es la única defensa de
la mujer contra la esclavitud doméstica en que se le mantiene: la opresión
social que sufre es consecuencia de su opresión económica. La igualdad puede
restablecerse sólo cuando ambos sexos gocen de derechos jurídicamente iguales;
pero esta liberación exige la vuelta de todo el sexo femenino a la industria
pública. «La emancipación de la mujer no es posible sino cuando ésta puede
tomar parte en vasta escala en la producción social, y el trabajo doméstico no
la ocupe sino un tiempo insignificante. Y esta condición ha podido realizarse
nada más en la gran industria moderna, que no sólo admite el trabajo de la
mujer en gran escala sino que hasta lo exige formalmente…»
Así,
la suerte de la mujer y la del socialismo están estrechamente ligadas, como se
ve también en la vasta obra consagrada por Bebel a la mujer. «La mujer y el
proletario –dice– son dos oprimidos». El desarrollo mismo de la economía a
partir de la revolución provocada por el maquinismo liberará a ambos. El
problema de la mujer se reduce al de su capacidad de trabajo. Poderosa en los
tiempos en que las técnicas estaban adaptadas a sus posibilidades, destronada
cuando se mostró incapaz de explotarlas, la mujer encuentra de nuevo en el
mundo moderno su igualdad con el hombre. Las resistencias del viejo
paternalismo capitalista impiden en la mayoría de los países que esa igualdad
se cumpla concretamente: se cumplirá el día en que esas resistencias sean
destruidas. Ya se ha cumplido en la urss, afirma la propaganda soviética. Y
cuando la sociedad socialista sea una realidad en el mundo entero, ya no habrá
hombres y mujeres sino sólo trabajadores iguales entre sí.
Pese
a que la síntesis esbozada por Engels señale un progreso respecto a las que
hemos examinado, no por ello deja de decepcionarnos: los problemas más
importantes son escamoteados. El pivote de toda la historia es el paso del
régimen comunitario a la propiedad privada, y no se nos indica en absoluto cómo
ha podido efectuarse. Engels confiesa incluso que «hasta el presente nada
sabemos de ello»; no sólo ignora el detalle histórico de la cuestión, sino que
no sugiere ninguna interpretación.
Del
mismo modo, tampoco está claro que la propiedad privada haya comportado
fatalmente la servidumbre de la mujer. El materialismo histórico da por
supuestos hechos que sería preciso explicar: plantea, sin discutirlo, el lazo
de interés que vincula al hombre a la propiedad; pero ¿dónde tiene su origen
ese interés, fuente de instituciones sociales? Así, pues, la exposición de
Engels es superficial, y las verdades que descubre resultan contingentes. Y es
por la imposibilidad de profundizar en ellas sin desbordar el materialismo
histórico. Éste no podría aportar soluciones a los problemas que hemos
indicado, ya que éstos interesan al hombre todo entero y no a esa abstracción
que es el homo economicus.
Está
claro, por ejemplo, que la idea misma de posesión singular no puede adquirir
sentido más que a partir de la condición originaria del existente. Para que
aparezca es preciso, en primer lugar, que haya en el sujeto una tendencia a
situarse en su singularidad radical, una afirmación de su existencia en tanto
que autónoma y separada. Se comprende que esta pretensión haya permanecido
subjetiva, interior, sin veracidad, mientras el individuo carecía de los medios
prácticos para satisfacerla objetivamente: a falta de útiles adecuados, no
percibió al principio su poder sobre el mundo, se sentía perdido en la
naturaleza y en la colectividad, pasivo, amenazado, juguete de oscuras fuerzas;
sólo identificándose con el clan todo entero, se atrevía a pensar: el tótem, el
maná, la tierra, eran realidades colectivas. Lo que el descubrimiento del
bronce ha permitido al hombre ha sido descubrirse como creador en la prueba de
un trabajo duro y productivo; al dominar a la naturaleza, ya no le teme; frente
a las resistencias vencidas, tiene la audacia de captarse como actividad
autónoma, de realizarse en su singularidad.
Pero
esa realización jamás se habría logrado si el hombre no lo hubiese querido
originariamente; la lección del trabajo no se ha inscrito en un sujeto pasivo:
el sujeto se ha forjado y conquistado a sí mismo al forjar sus útiles y
conquistar la Tierra. Por otra parte, la afirmación del sujeto no basta para
explicar la propiedad: en el desafío, en la lucha, en el combate singular, cada
conciencia puede intentar elevarse hasta la soberanía. Para que el desafío haya
adoptado la forma de un potlatch; es decir, de una rivalidad económica, para
que a partir de ahí primero el jefe y luego los miembros del clan hayan
reivindicado bienes privados, preciso es que en el hombre anide otra tendencia
original: hemos dicho que el existente no logra captarse sino alienándose; se
busca a través del mundo bajo una figura extraña, la cual hace suya. En el
tótem, en el maná, en el territorio que ocupa, su existencia alienada encuentra
el clan; cuando el individuo se separa de la comunidad, reclama una encarnación
singular: el maná se individualiza en el jefe, luego en cada individuo; y, al
mismo tiempo, cada cual trata de apropiarse un trozo de suelo, unos
instrumentos de trabajo, unas cosechas. En esas riquezas que son suyas, el
hombre se encuentra a sí mismo, pues se ha perdido en ellas: se comprende
entonces que pueda concederles una importancia tan fundamental como a su vida.
Entonces, el interés del hombre por su propiedad se convierte en una relación
inteligible. Pero se ve que no es posible explicarlo solamente por el útil: es
preciso captar toda la actitud del hombre armado con un útil, actitud que
implica una infraestructura ontológica.
Del
mismo modo, resulta imposible deducir de la propiedad privada la opresión de la
mujer. También aquí es manifiesta la insuficiencia del punto de vista de
Engels. Ha comprendido éste perfectamente que la debilidad muscular de la mujer
no se ha convertido en una inferioridad concreta más que en su relación con el
útil de bronce y de hierro; pero no ha visto que los límites de su capacidad de
trabajo no constituían una desventaja concreta más que en cierta perspectiva.
Porque el hombre es trascendencia y ambición proyecta nuevas exigencias a
través de todo útil nuevo: una vez que hubo inventado los instrumentos de
bronce, no se contentó ya con explotar los huertos sino que quiso desmontar y
cultivar extensos campos. Esa voluntad no brotó del bronce mismo. La
incapacidad de la mujer ha comportado su ruina, pues el hombre la ha
aprehendido a través de un proyecto de enriquecimiento y expansión. Y ese
proyecto no basta para explicar que haya sido oprimida: la división del trabajo
por sexos podría haber sido una amistosa asociación.
Si
la relación original del hombre con sus semejantes fuese exclusivamente de
amistad, no se explicaría ningún tipo de servidumbre: este fenómeno es
consecuencia del imperialismo de la conciencia humana, que trata de cumplir
objetivamente su soberanía. Si no hubiese en ella la categoría original del
Otro, y una pretensión original de dominar a ese Otro, el descubrimiento del
útil de bronce no habría podido comportar la opresión de la mujer. Engels
tampoco explica el carácter singular de esta opresión. Ha intentado reducir la
oposición entre los sexos a un conflicto de clases; por otra parte, lo ha hecho
sin mucha convicción: la tesis no se sostiene. La división del trabajo por
sexos y la opresión que de ello resulta evocan en algunos aspectos la división
en clases, pero no se deben confundir: no hay ninguna base biológica en la
escisión entre las clases; en el trabajo, el esclavo adquiere conciencia de sí
mismo frente al amo; el proletario siempre ha comprobado su condición en la
revuelta, regresando por ese medio a lo esencial, constituyéndose en una
amenaza para sus explotadores; y apunta a su desaparición en tanto que clase.
Hemos dicho en la introducción hasta dónde es diferente la situación de la
mujer, singularmente a causa de la comunidad de vida y de intereses que la hace
solidaria del hombre, así como por la complicidad que éste encuentra en ella:
ella no abriga ningún deseo de revolución, no sabría suprimirse en tanto que
sexo; únicamente pide que sean abolidas ciertas consecuencias de la
especificación sexual. Resulta aún más grave que, sin mala fe, no se podría
considerar a la mujer únicamente como trabajadora; tan importante como su
capacidad productiva es su función reproductora, en la economía social y en la
vida individual; en ciertas épocas resulta más útil engendrar niños que manejar
el arado.
Engels
ha escamoteado el problema; se limita a declarar que la comunidad socialista
abolirá la familia, una solución bastante abstracta; se sabe con cuánta
frecuencia y tan radicalmente ha tenido que cambiar la urss su política
familiar, según el diferente equilibrio entre las necesidades inmediatas de la
producción y las de la repoblación. Por lo demás, suprimir no supone
necesariamente liberar a la mujer: los ejemplos de Esparta y del régimen nazi
demuestran que no por estar vinculada de modo directo al Estado puede la mujer
ser menos oprimida por los varones. Una ética en verdad socialista, es decir,
que busque la justicia sin suprimir la libertad, que imponga cargas a los
individuos, pero sin abolir la individualidad, se hallará en grave aprieto por
los problemas que plantea la condición de la mujer. Es imposible asimilar lisa
y llanamente la gestación a un trabajo o a un servicio, como el servicio
militar, por ejemplo. Se produce una fractura más profunda en la vida de una
mujer al exigirle hijos que al reglamentar las ocupaciones de los ciudadanos:
jamás ha habido ningún Estado que osase instituir el coito obligatorio. En el
acto sexual, en la maternidad, la mujer compromete no sólo tiempo y energías
sino, también, valores esenciales. En vano pretende ignorar el materialismo
racionalista este carácter dramático de la sexualidad: no se puede reglamentar
el instinto sexual; no es seguro que no lleve en sí mismo un rechazo de su
satisfacción, decía Freud; lo seguro estriba en que no se deja integrar en lo
social, pues hay en el erotismo una revuelta del instante contra el tiempo, de
lo individual contra lo universal; al querer canalizarlo y explotarlo, se corre
el riesgo de matarlo, ya que no se puede disponer de la espontaneidad viviente
como de la materia inerte; ni se le puede forzar como a una libertad. No se podría
obligar directamente a la mujer a dar a luz: todo cuanto se puede hacer es
encerrarla en situaciones donde la maternidad sea para ella la única salida; la
ley o las costumbres le imponen el matrimonio, se prohíben los procedimientos
anticonceptivos, el aborto, el divorcio.
Es
imposible considerar a la mujer exclusivamente como una fuerza productiva: para
el hombre, es una compañera sexual, una reproductora, un objeto erótico, una
Otra a través de la cual se busca a sí mismo. Es inútil que los regímenes
totalitarios o autoritarios, de común acuerdo, hayan prohibido el psicoanálisis
y declarado que, para los ciudadanos lealmente integrados en la colectividad,
no tienen lugar los dramas individuales: el erotismo es una experiencia en la
que la generalidad siempre es recobrada por una individualidad. Y para un
socialismo democrático, en el que las clases serían abolidas, pero no los
individuos, la cuestión del destino individual conservaría toda su importancia:
la diferenciación sexual mantendría toda su importancia. La relación sexual que
une la mujer al hombre no es la misma que la que él mantiene respecto a ella;
el lazo que la une al niño es irreducible a cualquier otro. La mujer no ha sido
creada por el solo instrumento de bronce: la máquina no basta para abolirla.
Reivindicar para ella todos los derechos, todas las oportunidades del ser
humano en general, no significa que haya que cerrar los ojos ante lo singular
de su situación. Y para conocerla hay que desbordar al materialismo histórico,
que no ve en el hombre y la mujer sino entidades económicas.
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Extracto
de “El punto de vista del materialismo histórico”, capítulo III, de El segundo
sexo (1949), publicado por Ediciones Siglo Veinte en 1969.
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