Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por:
Horacio Machado Aráoz
En
1545, con el “descubrimiento” del Cerro Rico del Potosí, tiene lugar un suceso
histórico que, por su productividad ecobiopolítica, bien cabe ser considerado
como el principio estructurador del mundo moderno. En un estricto sentido
histórico-geográfico y económico-político, Potosí marca la irrupción no sólo de
una nueva forma de minería, sino ya de una nueva era geológica en la historia
de la humanidad. Su puesta en explotación emerge como el dispositivo
epistémico-político constituyente del “Nuevo Mundo” –léase no sólo la entidad
“América”, sino también “Europa”, “Occidente”, la “Modernidad” y el Capitalismo
como ecosistema-mundo hegemónico–. Volver la atención a los orígenes, advertir
con mayor nitidez sus principios constituyentes, sus bases estructurales y su
dinámica histórica, puede contribuir también a una comprensión más cabal y profunda
sobre la naturaleza del extractivismo.
Potosí:
la Revolución Mineral como origen de la modernidad
“Más
que el París de la Revolución Francesa o el Londres de la Revolución
Industrial, el Potosí de los siglos XVI-XVIII, en su concentración de capital y
en la maquinaria de producción de hegemonía, marca un paradigma de la
modernidad globalizada. Un principio que permanece en marcha, en una continua
reterritorialización [del capital] a lo largo de la historia” (Alice Creischer,
Andreas Siekmann, Max Hinderer, Principio Potosí, 2010).
Durante
los primeros años de la empresa colonial, en la fase de invasión y conquista,
la minería fue más una actividad militar que económica; fue una economía de
rapiña, o sea, acumulación en estado primitivo. Por entonces, el espíritu
guerrero cegado por la codicia conformaba todavía un “empresario” bastante
torpe, donde los excesos de la propia violencia se tornaban el principal factor
que atentaba contra la sustentabilidad de la extracción. Así, desde 1493 hasta
las primeras décadas del siglo XVI, las expediciones ibéricas se fueron
extendiendo desde el Caribe al continente en busca de metales preciosos
fácilmente asequibles: el oro aluvional de las zonas tropicales y el saqueo
sucesivo de los grandes centros ceremoniales y políticos de las culturas mayas,
aztecas, incas, tupí-guaraníes. En esta fase, se trató básicamente de una
política de tierra arrasada: el saqueo duraba lo que aguantaban las poblaciones
indígenas. El abrupto derrumbe demográfico de los pueblos caribes, arawakos,
taínos, rápidamente demandó la intensificación del tráfico de esclavos de
África.
En
este proceso, la actividad minera de la conquista necesitó perfeccionarse como
colonización para poder sustentarse. En tal sentido, el descubrimiento del Cerro
Rico del Potosí (1545) constituyó la gran bisagra histórica que marca el pasaje
de la minería como botín de guerra, a la minería como actividad extractiva
racional-izada. Localizado a más de 4.000 metros de altura, en condiciones
climáticas extremas, una población aledaña exigua, bajos niveles de
aprovisionamiento superficial de agua y de recursos energéticos, la extracción
de las entrañas de plata del Cerro Rico del Potosí constituyó un desafío
ecológico-político de gran envergadura para la voluntad imperial. Su puesta en
explotación requirió una sustancial mudanza de la lógica conquistadora aplicada
hasta entonces, para desarrollar un conjunto de tecnologías sociales y
ambientales mucho más vastas y complejas. La producción de las condiciones de
posibilidad de la explotación del Potosí demandó la creación de grandes obras
de infraestructura (viales, energéticas, de almacenamiento y transporte);
innovaciones tecnológicas y de ingeniería; sistemas de aprovisionamiento
masivo, regular y eficiente de enormes cantidades de fuerza de trabajo, agua y
energía; grandes burocracias administrativas, de gestión, control y disposición
de cuerpos y objetos; el salto cuantitativo y cualitativo de un aparato
jurídico-político y militar para hacer eficaz la voluntad de gobierno sobre
vastísimas extensiones geográficas y demográficas; en fin, una nueva ingeniería
simbólica lo suficientemente sólida como para producir las condiciones de
legitimación moral y política de semejantes actos.
Entre
1545 y 1650, todas esas condiciones se desarrollaron y, con ellas, se fueron
creando también las bases institucionales, geográficas y antropológicas del
mundo moderno (-colonial-capitalista-patriarcal). Esos desarrollos hicieron de
la Villa del Potosí no sólo el “nervio principal del Reino [de España]”, sino
el primer centro geopolítico y económico del sistema-mundo. Es que el Potosí no
fue una mina más en el mundo; tampoco significó apenas el pasaje de la minería
superficial a la explotación subterránea; constituyó la puesta en marcha de la
primera y más grande explotación minera a escala industrial, por lejos, muy
superior a todas las minas de la época. Lo principal, la captación de grandes
cantidades de mano de obra, fue resuelto, primero, a través de la Encomienda
(1540-1570) y luego de la Mita (1572), las dos primeras tecnologías de
apropiación y gerenciamiento masivo de fuerza de trabajo. El sistema de la Mita
suponía el reclutamiento obligatorio de una séptima parte de la población
masculina de entre 15 y 50 años; el área geográfica de aplicación se extendía
por 1.300 kilómetros de norte a sur (entre Cusco y Tarija) y 400 kilómetros de
este a oeste; se reclutaban hasta a 60.000 trabajadores, de los cuales sólo las
operaciones en el yacimiento del Potosí demandaba entre 13.000 y 17.000 mitayos
por año, estimándose en 4.600 mitayos los que diariamente permanecían bajo
tierra en los socavones. La fuerza de trabajo animal multiplicaba varias veces
la humana; un sistema de 13.000 carretas movidas por mulares transportaba el
mineral, de las zonas de extracción a los molinos de procesamiento y de ahí, a
los puertos que cargaban la plata hacia Sevilla; se estima que 350.000 llamas y
entre 80.000 y 100.000 mulares ingresaban cada año a Potosí para cubrir los
requerimientos de renovación del sistema extractivo montado. Por su parte, el
aprovisionamiento de agua (fundamental para el consumo de semejante población
humana, animal, para el lavado del mineral y como fuente de energía) demandó la
construcción de lo que Peter Bakewell llamó “una infraestructura hidráulica
faraónica”, con 32 lagos que comprendían una superficie de 65 km2, y toda una
red de canales interconectados entre sí, y a molinos, bombas y malacates usados
para el transporte y el procesamiento del mineral.
Complementando
los requerimientos energéticos de la explotación, no fue menor la cantidad
demandada de biomasa vegetal. En una época donde la madera y la leña eran la
base de los materiales y la energía, el Potosí fue un enorme horno consumidor de
bosques, no sólo para los requerimientos de las fundiciones, sino incluso para
la alimentación y la calefacción de la población humana, asentada en una zona
que durante más de un tercio del año tiene temperaturas medias bajo cero y que
requería aproximadamente 25.000 toneladas anuales de leña, solo para uso
doméstico.
En
fin, “de la noche a la mañana”, Potosí pasó a ser el principal centro de
abastecimiento mundial de plata, la forma-valor que dinamizaba todo el sistema
comercial emergente, desde el Mediterráneo y el Atlántico hasta el Índico y el
Pacífico. En los siglos XVI y XVII, el 75% de la extracción mundial de plata
salió de los yacimientos americanos explotados por el Reino de España, y de
ellos, las siete décimas partes fueron extraídas de las “venas abiertas” del
Potosí. Así describió el historiador John H. Elliot –en 1990– la centralidad
determinante del Potosí en la emergente economía-mundo: “La vida económica y
financiera de España y, a través de ella, de Europa, se hizo fuertemente
dependiente de la llegada regular de las flotas de Indias, con sus cargamentos
de plata… A través del comercio, la plata ‘española’ se dispersaba por Europa,
de modo que cualquier fluctuación en las remesas de Indias tenía fuertes
repercusiones internacionales… Cuando los sevillanos estornudaban, toda Europa
temblaba”. Lo que fuera un páramo inhóspito, ya en 1570 era una ciudad
floreciente–la primera ciudad propiamente moderna–, con 120.000 habitantes. En
1610, la Villa del Potosí (160.000 habitantes) duplicaba la población de
Amsterdam (80.000) y superaba incluso a Londres (130.000), Venecia y Sevilla
(150.000). Pero no solo fue la ciudad más poblada, sino que fue además la
ciudad del lujo y la ostentación; fue el epicentro de la acumulación, la cuna
del mundo del ahorro y la inversión; el nacimiento de la razón como cálculo,
como costo/beneficio, como puro valor de cambio.
El
Cerro Rico del Potosí proveyó el sustento material de la maquinaria de guerra
más poderosa de la época; financió el Imperio “donde nunca se ponía el sol”. La
riqueza del Potosí fue decisiva para la formación del primer Estado territorial
moderno y la primera potencia hegemónica mundial. Todo el impresionante aparato
burocrático militar del Reino de España se nutrió de sus socavones; la moderna tecnología
de gobierno sobre las poblaciones se forjó como producto emergente de los
ingentes esfuerzos de la Corona por extender el control eficiente sobre la vida
en las colonias, de donde provenían los medios de su poderío.
El
Estado imperial español tenía clara conciencia de su dependencia argentífera;
por eso, nada de lo atinente a las actividades mineras le era ajeno: desde las
concesiones de derechos de explotación, hasta la administración de los
tributos, la comercialización, la provisión de insumos y de mano de obra
adecuada, las innovaciones tecnológicas, el comercio y la financiación, todo,
absolutamente todo lo relativo a las explotaciones mineras era, en última
instancia, atributo exclusivo del poder regio.
El
Estado territorial moderno nace así como un Estado minero, y correlativamente,
la minería moderna nace como razón de Estado. El plomo y el hierro que
permitieron la apropiación originaria de la plata se acrecentaban con cada
nuevo cargamento de metales preciosos que alimentaban una maquinaria de guerra
en continua expansión. La plata financiaba los ejércitos y las empresas de
conquista de nuevas fuentes de tributo. Se forjaba así una extraña aleación de
hierro y plomo con el oro y la plata como sólida base mineral del poder
imperial moderno: el comercio y la guerra; el poder financiero y el aparato
jurídico-policíaco del Soberano; Estado y Capital son, hasta hoy, dos
formidables estructuras de poder sólidamente asentadas en bases mineras.
Así,
antes que la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, los orígenes de la
Era Moderna hay situarlos en la profunda Revolución Minera desencadenada en
torno al Potosí durante el largo siglo XVI. Ahí empezó el consumo extractivo de
energías vitales para el abastecimiento de un centro de poder externo, siempre
lejano, siempre ajeno. Las localidades mineras y, en general, los nodos
extractivos coloniales, fueron, desde entonces hasta nuestros días, el
epicentro de un intercambio ecológico y político abismalmente desigual: las
periferias coloniales, tanto americanas como africanas y asiáticas, sostenían
con sus riquezas naturales (minerales, vegetales, animales, flora, fauna,
bosques nativos, cultivos tropicales y templados, cueros, pieles y grasa,
cuencas hídricas enteras y una descomunal cantidad de cuerpos humanos) el
florecimiento y desarrollo “civilizatorio” de los centros imperiales.
La
minería colonial gestada en Potosí produjo ambos bandos de esa abismal fractura
metabólica a escala planetaria; la fractura que distingue los lugares
subalternos de aprovisionamiento, de los centros imperiales de apropiación y
consumo diferencial del mundo. De un lado, quedó una zona de tierra arrasada e
incontables víctimas anónimas; riquezas efímeras y deshumanización y pobrezas
crónicas… Del otro lado, el poder y la gloria, la gesta histórica, el lugar de
realización del Espíritu Absoluto hegeliano.
Principio
Potosí: naturaleza del extractivismo
“La
explotación de clase, el imperialismo, la guerra y la devastación ecológica no
son, cada una por separado, meros accidentes de la historia, sino
características intrínsecas e interrelacionadas del desarrollo capitalista”
(John Bellamy Foster, 2007).
La
enorme cantidad de vida consumida en la explotación del Cerro Rico de Potosí,
el impresionante ritmo y volumen de minerales movilizados, extraídos (de unos
territorios), luego procesados y consumidos (en otros lejanos destinos
geográficos y usos sociales), no tuvieron solo un impacto local ni
temporalmente acotado. Sus efectos, desde el primer momento, transformaron drásticamente
el curso dominante de la vida social, las fuerzas motrices de lo humano y sus
expresiones institucionales; alteraron también la composición, morfología y
dinámica de las capas geológicas y atmosféricas del planeta Tierra. La puesta
en explotación del Potosí significó una profunda revolución geológica,
antropológica y política. Creó un régimen de poder mundial asentado sobre un
enorme trastorno ecológico global y el violentamiento sistémico de la condición
humana.
Por
eso, Potosí como principio está en las bases del eco-sistema-mundo; hoy
diríamos, en los orígenes del Capital. Por eso precisamente nos revela la
naturaleza del extractivismo. Como se intentó mostrar, no se trata apenas de un
fenómeno reciente, de las últimas décadas o incluso del siglo XIX, ni es un
problema que solo afecte a las economías locales, donde se radican las
“actividades extractivas”. El extractivismo es un patrón de organización
colonial del mundo que hunde sus raíces en los orígenes mismos de la
acumulación primitiva. El extractivismo es economía de guerra hecha habitus;
saqueo sistematizado racionalmente a escala mundial. Alude al histórico vínculo
ecológico-geopolítico que, desde el siglo XVI, se estructura entre las
economías imperiales y sus zonas coloniales. Así, el extractivismo da cuenta de
un modo global de apropiación y disposición oligárquica de las energías
vitales, organizado en base a la fractura colonial del metabolismo social del
planeta.
La
naturaleza del extractivismo se nos revela como un modo de dominación inscripto
en la geografía; basado en la división jerárquica de unos territorios
(concebidos como) mineros (esto es, territorios del expolio y mera extracción),
al servicio de otros, concebidos como destino y centros de realización. Por
eso, el extractivismo no es solo esa economía de rapiña que se practica en las
zonas coloniales, sino que es la práctica económico-política, cultural y
militar, que “une” ambas zonas; el modo de relacionamiento que hace posible el
crecimiento insustentable de una, a costa de los subsidios ecológicos y la
degradación biopolítica de la otra. En ese sentido, el extractivismo constituye
una función geometabólica del capital: un efecto y una condición necesaria para
la realización de la acumulación a escala global. El extractivismo, por lo
tanto, es indisociable del capitalismo, así como este lo es de la organización
colonial del mundo.
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