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Alandia Pantoja y el muralismo como grito popular

Por: Alejo Brignole
En todo espacio de discusión política, de reflexión social, de construcción de ideas, el arte no puede ni debe estar ausente, en tanto instrumento poderoso para desentrañar y a la vez penetrar la psique colectiva, el espíritu social de un momento —el zeitgeist hegeliano— que dan a una época y a un momento histórico su carácter y su impronta.
El arte, como fenómeno de síntesis profunda, de concreción conceptual —que es intuitiva y hasta cósmica— sólo necesita para ello un vehículo poderoso: el artista con su capacidad de explicar lo complejo en apenas una forma, en un trazo, en una frase. De allí que el arte sea un componente extraordinariamente eficaz en todo proceso revolucionario, pues toda revolución deja una huella visible que el arte transforma en símbolo.
No en vano muchos de los grandes muralistas latinoamericanos: los mexicanos Siqueiros, Diego Rivera, Orozco; los argentinos Berni o Spilimbergo, o los bolivianos Lorgio Vaca, Walter Solón Romero y Aladia Pantoja, han abrazado ideales sociales o revolucionarios que les sirvieron como referencia y guía para realizar su obra.
En el caso de Miguel Alandia Pantoja —que aquí nos ocupa— esta potencia revolucionaria estuvo presente en él —y posteriormente en toda su obra— desde sus años de convivencia familiar. Las reivindicaciones sociales estaban ya en la palabra de sus padres y con esa leche colectiva y primigenia fue alimentado, y con él su germen artístico.
Nacido el 27 de mayo de 1914 en una familia de escasos recursos, pero de espíritu amplio y abierta al mundo, recibió de sus padres dos influencias claves: el amor por el arte y una conciencia temprana sobre las injusticias sociales de su entorno, que en la década de 1920 estaban impregnadas por la explotación de las oligarquías mineras y las tensiones con una clase obrera cada vez más organizada y combativa.
Muñido de una temprana pero cada vez más profunda conciencia revolucionaria, Pantoja es enrolado a los 17 años para participar en la Guerra del Chaco (1932-1935), donde cae prisionero y es llevado a Paraguay. Esta experiencia le sirve para profundizar en sus reflexiones y le permite visualizar el cáncer de los imperialismos y de los intereses económicos exóticos (el petróleo como recurso en disputa) que producen fenómenos atroces como esa guerra.
Repuesto de los rigores de la guerra y pasados algunos años, Alandia Pantoja se identifica con las ideas de León Trotsky sobre la revolución permanente y milita en el Partido Obrero Revolucionario, desde el cual se compromete activamente en la creación de la Central Obrera Nacional, que sería el preludio de la actual Central Obrera Boliviana (COB). Joven potente y de espíritu luchador, en 1947 fue candidato a la diputación por la provincia Murillo de La Paz, integrado en la lista del Bloque Minero.
Unos años antes, en 1937, pudo realizar algunas exposiciones de sus obras sobre tela y ya para 1943 había comenzado su labor muralista.
En 1945 también expuso en Buenos Aires, donde la irrupción de un fenómeno político como el justicialismo liderado por Juan D. Perón daba marco a la temática social de su obra. Desde una perspectiva creativa, podríamos decir que la naturaleza artística de Alandia Pantoja no le permitía escindir la labor pictórica del compromiso social, que en él no debe verse como un obstáculo para el arte. Por el contrario, en Pantoja esta amalgama se convierte en una unión potenciadora, en un refuerzo que retroalimenta lo estético apoyándose en un humanismo que se concreta en imagen y en color para ser ofrecido al objeto de su obra: el pueblo y a su espíritu. A aquel zeitgest hegeliano que sintetiza la psique profunda de una época y de un momento.
Desde una análisis técnico-pictórico, podríamos diferenciar en este artista dos etapas muy claras: la primera que tiene en el indigenismo una temática sobresaliente y que fue realizada en obras de estudio (dibujos y caricaturas con cuadros al óleo sobre lienzo), y una obra posterior más figurativa con claras influencias de muralistas mexicanos como Rivera o Siqueiros, empleando las técnicas del fresco, el temple y el acrílico sobre soporte mural. Precisamente sobre su obra mural, las cifras de Alandia Pantoja nos dicen que entre 1943 y 1968 creó algo más de 16 murales que ocuparon unos 562 metros cuadrados.
Para Pantoja, la irrupción de la Revolución Nacional guiada por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en 1952 significó el canal adecuado, la arteria perfecta en donde hacer circular la sangre revolucionaria que le bullía en sus venas de artista, de poeta-guerrero que utilizaba colores para su batalla cotidiana.
El nuevo presidente, Víctor Paz Estenssoro, surgido del giro revolucionario en la política nacional, invitó a Bolivia en 1953 al muralista Diego Rivero, marxista de conflictiva relación con el Partido Comunista mexicano, pero de enorme compromiso social. Al conocer la obra de Pantoja, Diego Rivera diría de él: “El mural del Palacio de Gobierno es formidable”.
Trágicamente para la historia del arte boliviano, ese mural de 1953 que medía 86 metros cuadrados titulado Historia de la Mina y otro denominado Historia del Parlamento Boliviano, realizado en 1961 y que adornaba el Palacio Legislativo, fueron bárbaramente destruidos durante la dictadura de René Barrientos en 1965, precisamente por su crítica explícita a las Fuerzas Armadas como aliadas de las oligarquías mineras opresoras del pueblo.
En 1957, Alandia Pantoja fue convocado a México para exhibir su obra en el Palacio de Bellas Artes de la capital azteca y allí Diego Rivera renovó su entusiasmo por el muralista boliviano: “Este artista ha sabido tomar de Orozco, de Siqueiros y de mí, lo mejor; su obra es un claro ejemplo de que nuestro movimiento ha trascendido hasta convertirse en el instrumento de expresión de los creadores que producen junto a su pueblo”.
La prueba de que el arte es un capítulo peligroso para las tiranías y para los detractores de la dignidad humana la vemos en que la obra de Pantoja fue perseguida por sucesivas dictaduras. El gobierno golpista —iniciado un mes antes— de Luis García Meza comenzó el 18 de septiembre de 1980 con la demolición del edificio de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, que por entonces albergaba también a la Central Obrera Boliviana (COB). Allí estaba el mural titulado Huelga y Masacre, concluido en 1954, y que contenía una clara alegoría de la explotación obrera y un homenaje a los trabajadores caídos en la masacre de 1949.

Pero pese a los inquisidores de la cultura, a los fracasados silenciadores de la historia, la obra de Miguel Alandia Pantoja entró ya en la gran mitología de los héroes de nuestro arte. Y como los héroes, también su final fue trágico. Murió en 1975 en un hospital de Lima, Perú, exiliado durante la dictadura de Hugo Banzer, tras un cáncer que le quitó la vida física a los 61 años. La otra vida, la inmortal, sigue entre nosotros a través de su obra revolucionaria creada para el pueblo, su causa e inspiración.
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