Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Alejo
Brignole
En
todo espacio de discusión política, de reflexión social, de construcción de
ideas, el arte no puede ni debe estar ausente, en tanto instrumento poderoso
para desentrañar y a la vez penetrar la psique colectiva, el espíritu social de
un momento —el zeitgeist hegeliano— que dan a una época y a un momento
histórico su carácter y su impronta.
El
arte, como fenómeno de síntesis profunda, de concreción conceptual —que es
intuitiva y hasta cósmica— sólo necesita para ello un vehículo poderoso: el
artista con su capacidad de explicar lo complejo en apenas una forma, en un
trazo, en una frase. De allí que el arte sea un componente extraordinariamente
eficaz en todo proceso revolucionario, pues toda revolución deja una huella
visible que el arte transforma en símbolo.
No
en vano muchos de los grandes muralistas latinoamericanos: los mexicanos
Siqueiros, Diego Rivera, Orozco; los argentinos Berni o Spilimbergo, o los
bolivianos Lorgio Vaca, Walter Solón Romero y Aladia Pantoja, han abrazado
ideales sociales o revolucionarios que les sirvieron como referencia y guía
para realizar su obra.

Nacido
el 27 de mayo de 1914 en una familia de escasos recursos, pero de espíritu
amplio y abierta al mundo, recibió de sus padres dos influencias claves: el
amor por el arte y una conciencia temprana sobre las injusticias sociales de su
entorno, que en la década de 1920 estaban impregnadas por la explotación de las
oligarquías mineras y las tensiones con una clase obrera cada vez más
organizada y combativa.
Muñido
de una temprana pero cada vez más profunda conciencia revolucionaria, Pantoja
es enrolado a los 17 años para participar en la Guerra del Chaco (1932-1935),
donde cae prisionero y es llevado a Paraguay. Esta experiencia le sirve para
profundizar en sus reflexiones y le permite visualizar el cáncer de los
imperialismos y de los intereses económicos exóticos (el petróleo como recurso
en disputa) que producen fenómenos atroces como esa guerra.
Repuesto
de los rigores de la guerra y pasados algunos años, Alandia Pantoja se
identifica con las ideas de León Trotsky sobre la revolución permanente y
milita en el Partido Obrero Revolucionario, desde el cual se compromete
activamente en la creación de la Central Obrera Nacional, que sería el preludio
de la actual Central Obrera Boliviana (COB). Joven potente y de espíritu
luchador, en 1947 fue candidato a la diputación por la provincia Murillo de La
Paz, integrado en la lista del Bloque Minero.
Unos
años antes, en 1937, pudo realizar algunas exposiciones de sus obras sobre tela
y ya para 1943 había comenzado su labor muralista.
En
1945 también expuso en Buenos Aires, donde la irrupción de un fenómeno político
como el justicialismo liderado por Juan D. Perón daba marco a la temática
social de su obra. Desde una perspectiva creativa, podríamos decir que la
naturaleza artística de Alandia Pantoja no le permitía escindir la labor
pictórica del compromiso social, que en él no debe verse como un obstáculo para
el arte. Por el contrario, en Pantoja esta amalgama se convierte en una unión
potenciadora, en un refuerzo que retroalimenta lo estético apoyándose en un
humanismo que se concreta en imagen y en color para ser ofrecido al objeto de
su obra: el pueblo y a su espíritu. A aquel zeitgest hegeliano que sintetiza la
psique profunda de una época y de un momento.
Desde
una análisis técnico-pictórico, podríamos diferenciar en este artista dos
etapas muy claras: la primera que tiene en el indigenismo una temática sobresaliente
y que fue realizada en obras de estudio (dibujos y caricaturas con cuadros al
óleo sobre lienzo), y una obra posterior más figurativa con claras influencias
de muralistas mexicanos como Rivera o Siqueiros, empleando las técnicas del
fresco, el temple y el acrílico sobre soporte mural. Precisamente sobre su obra
mural, las cifras de Alandia Pantoja nos dicen que entre 1943 y 1968 creó algo
más de 16 murales que ocuparon unos 562 metros cuadrados.
Para
Pantoja, la irrupción de la Revolución Nacional guiada por el Movimiento
Nacionalista Revolucionario (MNR) en 1952 significó el canal adecuado, la
arteria perfecta en donde hacer circular la sangre revolucionaria que le bullía
en sus venas de artista, de poeta-guerrero que utilizaba colores para su
batalla cotidiana.
El
nuevo presidente, Víctor Paz Estenssoro, surgido del giro revolucionario en la
política nacional, invitó a Bolivia en 1953 al muralista Diego Rivero, marxista
de conflictiva relación con el Partido Comunista mexicano, pero de enorme
compromiso social. Al conocer la obra de Pantoja, Diego Rivera diría de él: “El
mural del Palacio de Gobierno es formidable”.
Trágicamente
para la historia del arte boliviano, ese mural de 1953 que medía 86 metros
cuadrados titulado Historia de la Mina y otro denominado Historia del
Parlamento Boliviano, realizado en 1961 y que adornaba el Palacio Legislativo,
fueron bárbaramente destruidos durante la dictadura de René Barrientos en 1965,
precisamente por su crítica explícita a las Fuerzas Armadas como aliadas de las
oligarquías mineras opresoras del pueblo.
En
1957, Alandia Pantoja fue convocado a México para exhibir su obra en el Palacio
de Bellas Artes de la capital azteca y allí Diego Rivera renovó su entusiasmo
por el muralista boliviano: “Este artista ha sabido tomar de Orozco, de
Siqueiros y de mí, lo mejor; su obra es un claro ejemplo de que nuestro
movimiento ha trascendido hasta convertirse en el instrumento de expresión de
los creadores que producen junto a su pueblo”.
La
prueba de que el arte es un capítulo peligroso para las tiranías y para los
detractores de la dignidad humana la vemos en que la obra de Pantoja fue perseguida
por sucesivas dictaduras. El gobierno golpista —iniciado un mes antes— de Luis
García Meza comenzó el 18 de septiembre de 1980 con la demolición del edificio
de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, que por entonces
albergaba también a la Central Obrera Boliviana (COB). Allí estaba el mural
titulado Huelga y Masacre, concluido en 1954, y que contenía una clara alegoría
de la explotación obrera y un homenaje a los trabajadores caídos en la masacre
de 1949.
Pero
pese a los inquisidores de la cultura, a los fracasados silenciadores de la
historia, la obra de Miguel Alandia Pantoja entró ya en la gran mitología de
los héroes de nuestro arte. Y como los héroes, también su final fue trágico.
Murió en 1975 en un hospital de Lima, Perú, exiliado durante la dictadura de
Hugo Banzer, tras un cáncer que le quitó la vida física a los 61 años. La otra
vida, la inmortal, sigue entre nosotros a través de su obra revolucionaria
creada para el pueblo, su causa e inspiración.
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