Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Verónica
Córdova
Consuela
pensar que nuestras almas han pasado unas horas con nosotros. Que han llegado
suavemente de su largo viaje, anunciando su presencia con una brisa o el aleteo
súbito de un insecto. Que se han sentado a descansar junto a nuestros altares,
bebiendo agua y comiendo bizcochos y panes. Consuela creer que una vez al año
los muertos tienen franco, vacación, asueto y pueden venir a “echarse de menos”
de sus familiares. Consuela, por nosotros, que podemos reencontrarnos con
quienes se fueron; y consuela, por ellos, que por unas horas pueden cruzar de
regreso el río que los separa de los vivos.
Entre
las almas que se han paseado por nuestras calles y callejones entre el
miércoles y el jueves no había espectros, ni zombies, ni cadenas que se
arrastran, ni monstruos que acechan o asesinan. Todos eran abuelos, madres,
hijos, tíos, madrinas o amigos; seres recordados por alguien, amados por
alguien, extrañados por alguien, que vienen en tropel “perdiendo sus tacos” a
recuperar un poco de la vida, el amor y el gozo que perdieron. Es lo lindo de
nuestra cultura: no mira a la muerte con terror, sino con empatía. Solo están
vivos los que todavía no murieron. Solo están muertos los que se nos
adelantaron. No hay nada qué temer: todos somos parte de una continuidad, de un
equilibrio que se restablece con o sin nosotros.
Por
eso recordamos a los muertos con comida, bebida y música. Por eso los llamamos,
los convocamos en lugar de huir de ellos. Los muertos que nos visitan no son
los fantasmas tenebrosos del Halloween celta, son ajayus vibrantes y cariñosos,
que traen consigo la lluvia que reverdece los campos y augura grandes cosechas.
Nuestra cultura no teme a la muerte, la acepta como parte del ciclo vital que
reproduce animales, plantas y personas y augura la continuidad de la Pacha.
Consuela
pensar que las almas de mi familia están presentes en la memoria de los niños a
través de esta fiesta. Al convocarlos a nuestro altar de Todos Santos, los
hacemos visibles para los pequeños que no los llegaron a conocer o no los recuerdan...
Aquí
está el abuelo Miguel, que era minero. Esta es la Mamita Petita, que vestía
siempre de negro y llenaba sus bolsillos con confites de azúcar. Esta es la tía
Mechi, que luchó en el bando de los falangistas junto a su esposo, al que
mataron. La que sonríe con hermosos dientes como choclos es mi abuelita Alcira,
la mujer más generosa del mundo. El señor serio y calvo es su esposo, José, que
en la vida real era risueño y bondadoso (la foto no le hace honor). La señora
con el collar de perlas y el perfecto peinado plateado es mi abuelita Luchy,
que siempre fue suave y elegante. La señora de lentes redondos y sonrisa
irónica es mi tía Inés, que fue una gran artista. Y a la Dorita la conoces:
ella nos dejó hace poco, y recordarla todavía nos duele. De contrabando junto a
todos ellos está Fidel, ojalá pueda venir un ratito a visitarnos.
Consuela
armar un altar de Todos Santos, con escaleras, caballos, agua, flores, velas,
t’antawawas y dulces de colores. Consuela después compartir los alimentos que
los muertos nos dejaron bailar sobre las tumbas, farrear si es necesario, lo
que haga falta para devolver a la vida el goce que la muerte quiere
arrebatarle. Consuela, por eso, celebrar la muerte y domesticarla: mientras no
sea eterna, desconocida o inconmensurable, no tenemos por qué temerle.
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