Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Enrique Ubieta Gómez
A
fines del siglo XIX era ya inimaginable una Revolución social auténtica que no
ubicase sus sueños de redención en el ser humano, una atalaya que desborda los
límites de la raza y la nación. La democracia griega excluía a los esclavos y a
las mujeres y –sin extenderme en ejemplos de otras épocas– los ideólogos de la
Revolución burguesa se desentendían, además, de los pueblos colonizados. Pero
ni estos, ni los obreros y campesinos de las metrópolis podían emanciparse sin
una concepción humanista que abarcara a todos, incluso a los explotadores y a
los colonizadores. Cuando Napoleón Bonaparte aceptó, ante la beligerancia de
los insurgentes, la abolición de la esclavitud en la colonia de Saint Domingue
y solo en ella, Toussaint Louverture, un negro analfabeto que había sido
esclavo protestó:
«Lo
que queremos no es una libertad de circunstancia concedida a nosotros solos
–dijo con sagacidad política, ajeno a cualquier postura pragmática y
«realista»–, lo que queremos es la adopción absoluta del principio de que todo
hombre nacido rojo, negro o blanco no puede ser la propiedad de su prójimo. Hoy
somos libres porque somos los más fuertes. El Cónsul mantiene la esclavitud en
la Martinica y en la isla Bourbon; por tanto seremos esclavos cuando él sea el
más fuerte».
En
1871 José Martí, con apenas 18 años de edad, denunciaba la ceguera de los
herederos del iluminismo que defendían en España los derechos que negaban en
sus colonias:
«(…)
hasta los hombres que sueñan con la federación universal, con el átomo libre
dentro de la molécula libre, con el respeto a la independencia ajena como base
de la fuerza y la independencia propias, anatematizaron la petición de los
derechos que ellos piden, sancionaron la opresión de la independencia que ellos
predican, y santificaron como representantes de la paz y la moral, la guerra de
exterminio y el olvido del corazón. (…) Pidieron ayer, piden hoy, la libertad
más amplia para ellos, y hoy mismo aplauden la guerra incondicional para
sofocar la petición de libertad de los demás».
El
propio Martí lega en 1895 un concepto básico para los revolucionarios cubanos:
«Patria es humanidad, es aquella porción de la humanidad que vemos más de
cerca, y en que nos tocó nacer». La independencia de Cuba garantizaba el
espacio físico y moral para una república de justicia y solidaridad, con los
pobres de la Tierra, aunque Martí, como Bolívar, soñaba además con una Patria
mayor, que integrara a todos los pueblos que habitan del río Bravo a la
Patagonia.
Ningún
otro marxista latinoamericano fue más hondamente martiano que Fidel Castro.
Martí y Fidel fueron los únicos líderes, en la breve e intensa historia de
Cuba, que consiguieron la unidad necesaria de las fuerzas revolucionarias; una
unidad ajena a pactos conciliadores, capaz de desarticular los consensos de la
dominación –los que proclamaban la incapacidad del cubano, la inferioridad del
negro y de la mujer, la inevitabilidad de la dependencia–, y fundar los de la
emancipación, con hombres y mujeres virtuosos que se superaron a sí mismos.
Fidel, como Martí, tuvo fe en la victoria, en su pueblo, en las razones de la
lucha, en la posibilidad de lo que parecía imposible. Recogió ambas tradiciones
emancipatorias, la del mundo colonial y neocolonial –una de cuyas figuras
cimeras fue nuestro Martí–, y la de los explotados del Capital, la del
pensamiento marxista y la Revolución de Octubre, cuyo centenario acabamos de
conmemorar.
La
Revolución Cubana de 1959 no podía pensarse a sí misma sino como parte de la
rebelión de los colonizados y de los explotados del mundo, como un paso en el
duro bregar hacia la emancipación de los seres humanos. Es cierto que las
revoluciones no se exportan, nacen de condiciones irrepetibles y propias, pero
el concepto de solidaridad, aliado al de justicia, es básico en el socialismo,
y no puede ser un bien que acate límite alguno: ni el del hogar, ni el del
barrio, ni el de país.
La
Cuba de Fidel ejerció la solidaridad de los hermanos, sin condiciones ni
cálculos geopolíticos, y no se detuvo ante conveniencias que contravinieran sus
principios; así fue en Asia, en África, en América Latina. Los cubanos donamos
sangre de forma masiva para el Vietnam agredido, cedimos una libra de nuestra
cuota de azúcar para el Chile de Allende, peleamos con los que peleaban por sus
pueblos en otras tierras del mundo, y muchos fueron los que cayeron en el
camino; avanzamos, codo con codo, junto a los sandinistas y a los bolivarianos
victoriosos, en la edificación del nuevo país. Construimos escuelas,
hospitales, aeropuertos, alfabetizamos, asistimos a comunidades pobres en el
deporte y la cultura, salvamos o curamos a cientos de miles de seres que
carecían de atención médica. El internacionalismo fue un principio inviolable
que se ejerció con un claro sentido del momento histórico.
La
Cuba de Fidel no se detuvo ante consideraciones ideológicas, ni ante regímenes
oprobiosos que conspiraban para derrocarla, y envió médicos, por ejemplo, a la
Nicaragua de Somoza, cuando el terremoto de 1972 devastó la capital de ese
país. Creó un Contingente que lleva el nombre de un internacionalista
neoyorkino de nuestra primera guerra de independencia, para ayudar al pueblo
estadounidense después del huracán Katrina. La única ideología que esgrimían,
no se articulaba en palabras: estaba en el acto, en el desinterés, en la
entrega. Doscientos cincuenta y seis trabajadores de la salud cubanos
asistieron a los enfermos de ébola en la peor epidemia de ese virus letal
registrada en África Occidental y en el mundo. Allí encontraron a médicos
africanos, de los países afectados y de otras naciones del continente, que
habían estudiado en Cuba, algunos incluso desde la escuela secundaria y
preuniversitaria, como otros miles de jóvenes árabes y latinoamericanos.
Cuando
en el año 1998 el huracán Mitch arrasó con el Caribe centroamericano –otro
huracán de carácter ideológico había paralizado a la izquierda internacional,
después del derrumbe del llamado «campo socialista»– Fidel relanzó el
internacionalismo y con él, la certeza de que otro mundo mejor es posible si
existe voluntad política. Cada brigada médica que viajaba a un país en
situación de desastre o que había solicitado nuestra ayuda, era despedida
personalmente por él, quien insistía en el respeto a las tradiciones, creencias
y credos políticos de los pacientes que atenderían.
Fidel
en realidad reactivaba con ello la vocación solidaria de toda auténtica
revolución después de una oscura y luminosa década de resistencia, la de los
años noventa –la solidaridad fundacional, respaldada por una conducción de la
crisis que evitó siempre dañar a los más pobres y que sobrevivía entre apagones
y carencias, en acciones tan simples y significativas como la llamada «botella»
en las calles de la ciudad–, y la expandía hacia el exterior, con el Plan
Integral de Salud en Centroamérica y Haití (después se incorporaría Venezuela)
y hacia el interior, con la llamada Batalla de Ideas, que se proponía rescatar
a jóvenes de segmentos poblacionales menos favorecidos. Ambas acciones de
solidaridad tendrían siempre un impacto al interior del país: cada trabajador
de la salud que salvaba vidas en condiciones precarias, en zonas marginales o
muy intrincadas y cada trabajador social que reorientaba a sus semejantes por
los caminos empedrados y hermosos de la autosuperación, podía (si llevaba en el
pecho la semilla) «reciclar» su espíritu revolucionario.
Protagonizar
la justicia era la única manera de reactivar la Revolución.
En
ese empeño halló Fidel a un igual: Hugo Chávez. Juntos recorrieron cada páramo,
cada río, cada montaña, cada barrio urbano de nuestra América, cada corazón de
latinoamericano. Juntos exclamaron: ¡sea la unidad en la solidaridad!
El
concepto de Revolución fidelista (que es su código moral), adquiere sentido en
el contexto de la vida y la obra de Fidel. Si Patria es Humanidad, Socialismo
es justicia, es humanismo revolucionario. No puede entenderse ninguno de los
aspectos o las ideas que expone ese concepto si se desmarca de su principio
rector: la lucha contra la injusticia, dondequiera que se produzca, y contra el
capitalismo, contra el imperialismo, que necesitan de ella. ¿Quién dice que
Fidel ya no vive? Su concepto de Revolución desborda el concepto, es decir, las
palabras que lo componen; e interacciona con la historia, la que fue y la que
será; porque sin justicia no hay Patria, sin solidaridad –interna y externa–,
no hay Patria, sin las conquistas que alcanzamos, y sin las que nos proponemos
alcanzar, no hay Patria.
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