Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Atilio Borón
Para concluir, ¿existe en el pensamiento marxista una concepción específica acerca del tema de la justicia? La respuesta puede desdoblarse en dos. En primer lugar una respuesta que podríamos llamar “macro”, según la cual cualquier modo de producción basado en relaciones de explotación es inherentemente injusto. Por lo tanto no hay justicia posible allí donde una sociedad se organiza en función de relaciones de explotación. Y dado que en el capitalismo los mecanismos de explotación se encuentran mucho más perfeccionados que en cualquier otro régimen social, se infiere en consecuencia la imposibilidad de elaborar una sociedad justa allí donde precisamente la explotación ha llegado a su mayor refinamiento histórico. Los estudiosos del tema admiten también que la visión de Marx sobre la justicia en sí misma se encuentra irremediablemente influenciada por su teorización sobre los modos de producción. Engels explicitó este punto con bastante precisión en una carta a Bebel a propósito del programa de Gotha. En ella se refiere a la contradicción existente en la expresión “estado popular libre”, y a partir de ella sería posible extender su comentario al tema de la justicia. Decía Engels que
“Siendo el estado una institución meramente transitoria, que se utiliza... para someter por la violencia a los adversarios, es un absurdo hablar de estado popular libre: mientras el proletariado necesite todavía del estado no lo necesitará en interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el estado como tal dejará de existir” (Engels, 1966: II, p. 34).
Lo mismo que se dice acerca de la libertad podría argumentarse en relación a otros temas. La justicia en un estado –que, por definición, es siempre la dictadura de una clase sobre la otra, más allá de las formas más o menos democráticas y más o menos respetuosas de la libertad mediante las cuales se expresa– es apenas una bella ilusión en una sociedad de clases. En la misma Crítica al Programa de Gotha Marx se pregunta, no sin un dejo de ironía: “¿Acaso las relaciones económicas son reguladas por los conceptos jurídicos? ¿No surgen, por el contrario, las relaciones jurídicas de las relaciones económicas?” (ibid., p. 13). ¿Puede la trompeta del profeta de la justicia derrumbar de un soplido las murallas de Jericó de las relaciones sociales capitalistas? Son buenas preguntas para las cuales Rawls carece de respuestas.
De todos modos, si bien en la tradición marxista se ha ignorado largamente la problemática de la justicia, no por eso debería olvidarse el espesor de las contribuciones de autores tales como Herman Heller, vinculado a las vertientes más socialdemócratas del marxismo (Guiñazú: p. 225). En todo caso, y más allá de estas consideraciones, lo cierto es que en su breve y esquemática anticipación de la buena sociedad Marx no se preocupó mayormente del tema. Tal vez porque le bastó con saber que en su diseño ideal la futura sociedad comunista habría archivado definitivamente las relaciones de explotación5.
Algún lector podría sospechar que nuestras críticas a Rawls se fundamentan más en la intransigencia de una postura socialista que en un análisis riguroso de los méritos de su obra. Por ello es sumamente aleccionador culminar este análisis con una cita de un autor identificado con las vertientes más progresistas del liberalismo, quien desde esa perspectiva llega a conclusiones coincidentes con las nuestras al afirmar que:
“la significación de Teoría de la Justicia consiste en ser una enunciación del liberalismo que aísla los aspectos decisivos de éste al hacer de la propiedad privada en los medios de producción, distribución e intercambio un asunto secundario y la parte esencial de la doctrina” (Barry, 1993: p. 172).
Si la extraña colocación en el pasado del momento utópico de la firma de un nuevo contrato social plantea serias dudas acerca del supuesto filo crítico del liberalismo y el igualitarismo rawlsianos, sus silencios y vacíos argumentativos en relación a la injusticia que emana de un régimen social basado en la propiedad privada de los medios de producción, y de cuyo funcionamiento depende la sobrevivencia de toda la población, convierten a la obra de Rawls en una sutilísima (y quizás involuntaria) defensa del mismo. Dejando de lado los muy discutibles supuestos acerca de la racionalidad de los actores, su desigual acceso a información confiable y precisa, y los confusos límites de su moderado egoísmo, la “robinsonada” rawlsiana no hace otra cosa que: a) reafirmar la validez de una concepción de la libertad política formulada en la engañosa abstracción característica del pensamiento liberal, sin moverse ni un milímetro más allá del “imperativo categórico” kantiano; b) articular una tímida propuesta en favor de una más completa igualdad de oportunidades que hace caso omiso de la creciente disparidad de ingresos, rentas y riquezas que divide a la sociedad capitalista, inequidades éstas que legitiman el enriquecimiento desorbitado de los más ricos cuando se mejora infinitesimalmente la suerte de los más pobres.
El problema es que aún admitiendo los limitados alcances de estas dos conclusiones, la propuesta de Rawls se debilita considerablemente cuando se repara en otra llamativa ausencia: la de las instituciones y los agentes políticos encargados de producir el conjunto de transformaciones que su teoría de la justicia requiere, como por ejemplo la reforma del régimen tributario, la regulación de los mercados y el control de la contraofensiva de los grupos y clases dominantes.
Como lo señala un estudioso de su obra, “cualquier teoría de justicia social” –y sobre todo una como la de Rawls, que apunta hacia una significativa redistribución de la riqueza– “debe incluir alguna explicación coherente de las fuentes, de la organización, de la distribución y de las funciones del poder político. Que yo sepa, Rawls no tiene tal explicación” (Wolff, p. 181).
¿Cómo interpretar esta omisión? ¿Es que el conflicto de clases y los antagonismos políticos se desvanecen en la racionalidad perfecta de los contratantes rawlsianos? ¿Pierde el estado, mágicamente, su condición de institución clasista, y deviene en un pulcro foro discursivo que se inclina ante la arrolladora fuerza de la razón? ¿Constituye la explotación un dato marginal e irrelevante en la búsqueda de una buena sociedad, es decir, una sociedad justa? En el mejor de los casos la conclusión a la que podríamos arribar es que la propuesta de Rawls está animada por buenas intenciones, pero es vaga en extremo y fracasa rotundamente a la hora de concebir las instituciones concretas que habrán de llevar sus ideales a la práctica. Buenas intenciones que no seríamos nosotros tan torpes –e injustos, que hablando de Rawls no es poca cosa– de minimizar. Sobre todo porque la coincidencia que Hayek declara entre su teoría y la de Rawls podría conducir a algún lector desprevenido a concluir que para nosotros ambos son lo mismo o representan la misma cosa. No es así. Hayek es un apologista brutal del capitalismo, capaz de sacrificar los derechos humanos, las libertades políticas y la democracia en el altar del libre mercado. Rawls es, por el contrario, lo que rigurosamente hablando podría llamarse un filósofo burgués. ¿Qué queremos decir con esto? Que pese a ser alguien que tiene en muy alta estima esos valores que Hayek subordina a los imperativos del mercado, aún piensa con las categorías teóricas y epistemológicas que le brinda la ideología dominante, y a la cual no sólo no somete a discusión sino que ni siquiera es consciente de que sus planteamientos más abstractos se inscriben en los estrechos confines delimitados por la misma. El problema de Rawls es su imposibilidad epistemológica, y política, de trascender los contornos de la sociedad burguesa, pese a sus encomiables intenciones de hallar la piedra filosofal que introduzca la justicia en este mundo. Hayek, por el contrario, es totalmente indiferente ante el problema de la justicia, y lo que le interesa es articular un argumento que defienda al capitalismo y la sociedad de mercado a cualquier precio. Hay diferencias, por lo tanto, entre ambos: un filósofo liberal fuertemente anclado en la tradición kantiana no es lo mismo que un economista metido a filósofo y dispuesto a hacer que prevalezca la lógica de los mercados por encima de cualquier otro tipo de consideración. Su acuerdo puntual en ciertos temas no significa que ambos sean lo mismo.
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