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El fascismo está actuando en Santa Cruz, el gobierno debe investigar

Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...

¿Dónde mueren los héroes del colonialismo?

Por: Alejo Brignole
El escritor británico James Hilton (1900-1954) publicó en 1933 una célebre novela titulada Horizontes Perdidos (Lost Horizon, en el original inglés), donde narra la llegada de un grupo de extranjeros al monasterio tibetano de Shangri-La, un lugar utópico del Himalaya que se aproximaba al concepto ancestral de paraíso terrenal. Hilton describe allí a una sociedad pacífica y plena de armonía gobernada por lamas llenos de sabiduría. La novela posee claras conexiones con la obra filosófica Utopía, de Tomás Moro, escrita en 1516, aunque el mítico Shangri-La, en la novela de Hilton, parece más bien un reflejo de la budista Shambala, un símbolo del gobierno perfecto basado en la concordia. En cualquier caso, estos lugares utópicos, rebosantes de perfección y alejados de otras realidades distópicas, parecen ser una constante en el ideario de los imperialismos, pero sobre todo de sus servidores, pues todos ellos, finalmente, acuden a ese Shangri-La en búsqueda de refugio. Sin embargo, para ganarse un pasaporte fiable al Shangri-La, antes habrá que probar ser un alumno útil, pero sobre todo obediente, del colonialismo de turno. Sólo así el paraíso abre sus puertas, otorga refugio y protege a sus sirvientes.
Si revisamos la historia del siglo XX —podríamos ir incluso mucho más atrás, si fuera el caso— veremos que cada gobernante que vendió a su país o entregó a las sociedades que debía resguardar, o benefició a los poderes extranjeros, finalmente tuvo su recompensa y se le permitió acceder a la sociedad perfecta, a la que sirvió como esclavo privilegiado. La historia nos muestra los casos de Jean-Claude Duvalier, genocida y dictador haitiano, quien después de su caída en 1986 fue bien recibido en Francia, que —junto a Estados Unidos— fue la metrópoli colonial a la que obedeció y benefició.
El mismo fenómeno tuvo lugar cuando el dictador chileno Augusto Pinochet estuvo en Londres y desde allí, gracias a la justicia británica, sorteó las acusaciones internacionales por crímenes de lesa humanidad. El Gobierno británico, al que sirvió económicamente (y también militarmente en 1982 durante la Guerra de Malvinas), cumplió así su parte del contrato con el servidor colonial, protegiéndolo contra las consecuencias de sus propios crímenes.
El expresidente ecuatoriano Jorge Jamil Mahuad (1998-2000) detenta una suerte parecida al exministro de Economía argentino Domingo Cavallo (ministro durante la infame década neoliberal de 1990): ambos dan clases en universidades estadounidenses y tienen allí su Shangri-La asegurado como recompensa por entregar las estructuras económicas de sus respectivos países a los diseños de Washington. Desde los años del imperio romano, un buen esclavo siempre puede aspirar a una buena dádiva.
En el caso de Bolivia, nuestros mejores ejemplos los tenemos en el exmandatario Gonzalo Sánchez de Lozada y el exministro Carlos Sánchez Berzaín, quienes hoy gozan de una protección por parte de Estados Unidos, que lesiona el derecho internacional. Luego de obedecer disciplinadamente las directrices del Departamento de Estado, de haber entregado nuestra economía a las transnacionales del norte y de favorecer el despliegue estratégico norteamericano en nuestras fronteras, estos señores acusados de genocidio por la masacre de octubre de 2003 —que dejó casi 70 muertos y más de cuatro centenares de heridos— no son extraditados por la justicia estadounidense a pesar de existir acuerdos bilaterales que así lo determinan.
Mediante este ejercicio cómplice y después de fomentar la muerte, la desnutrición y el atraso programático en sus sociedades nativas, nuestros entregadores huyen hacia ese lugar de luz, donde no hay signos de dolor tercermundista y donde no tienen que contemplar el horror que sembraron a su paso, aquí lejos, en las periferias mundiales que gobernaron. Viven, por así decirlo, sus propias fantasías coloniales, en las cuales se les permite el disfrute del Shangri-La después de haber hecho su trabajo de Judas. Un trabajo que —por otra parte— suele ser siempre bien recibido por otros mecanismos colonizados, como la OEA, que el 14 de octubre de 2003, en medio de una represión sangrienta de ciudadanos y militantes sindicales, brindó su apoyo al gobierno de Lozada.
Estos héroes del colonialismo que hacen el trabajo sucio de los imperialismos son quienes reciben el pasaporte a la tierra prometida y piensan que desde allí escaparán al juicio de los hombres y también al de la historia. Pero al igual que en la novela de James Hilton, saben que salir del Shangri-La significa la muerte (en este caso, las condenas por sus crímenes y la prisión)
En la obra literaria, los habitantes de ese lugar utópico viven una eterna juventud gracias a un clima especial y ciertas plantas medicinales que sólo crecen allí. Por eso cuando algunos protagonistas de la novela abandonan ese aislado paraíso mundano, los estragos de la realidad se hacen presentes de manera fulminante: envejecen repentinamente y las reglas biológicas que rigen al mundo los alcanzan.
Extrapolando esta alegoría, los criminales que gobernaron muchos países —entre ellos Bolivia— saben que sólo burlarán la realidad jurídica huyendo hacia aquellos paraísos artificiales a los cuales sirvieron como mandaderos. Salir del Shangri-La, por tanto, es sinónimo de muerte. O lo que es lo mismo, de condena y castigo. Por eso Carlos Sánchez Berzaín y Sánchez de Lozada (y muchos otros de nuestro universo latinoamericano) prefieren no salir de las fronteras protectoras a las que entregaron sus vidas, y también las de su pueblos, víctimas inocentes de su indigna servidumbre.

El autor es escritor y periodista


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