Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Álvaro García Linera
Una nación
es una comunidad política extendida con la suficiente fuerza interior para
persistir en la historia, materializarse en un territorio propio, en prácticas
políticas y culturales soberanas, en la idea de un ancestro común y en la
voluntad de un destino colectivo único.
Una nación
existe cuando los connacionales, independientemente de donde estén y la
condición económica que posean, creen participar de una hermandad histórica de
origen y de destino cultural, que han de traducirse, luego, en derechos que las
diferencia de otras naciones. En ese sentido es que puede decirse que la nación
es una forma de riqueza material, institucional, natural y simbólica
compartida. La nación es, pues, la conciencia práctica de una frontera social e
institucional en la que las personas inscriben sus luchas, sus creencias
fundamentales y el futuro de su descendencia.
Las naciones
son, por tanto, artefactos político-culturales vivos que se expanden y
contraen, que se modifican internamente en su sustancia cohesionadora
dependiendo de los sujetos sociales que lideran, de manera duradera, la
conducción intelectual y moral, el “sentido común” (Gramsci) de todos los
connacionales. De ahí que se puede afirmar que la nación es la plataforma
territorial de las hegemonías primordiales o de larga duración de las
sociedades.
En el caso
de Bolivia, cuando nació hace 188 años, no era una nación de todos ni una
voluntad de nación para todos los habitantes del país. Abdicando a todo tipo de
impulso unificador de lo indígena-popular, las élites fundantes de la
nacionalidad prefirieron la exclusión constitucional de los indígenas, de los
derechos a la ciudadanía, ya sea por carecer de propiedad privada o por no
hablar castellano, dando lugar a una “nacionalidad archipiélago”, enclaustrada
en la hacienda y basada en la estirpe, el apellido, el color de piel de
hacendados y propietarios mineros.
La
nacionalidad boliviana emergió de la colonia sin indios; más aún, cabalgando en
contra de los indios, considerados sólo como herramientas parlantes de trabajo
y elementos de desprecio. Si la nación es una común-unidad expansiva, ¿qué de
común y de unidad tenían el mitayo y el patrón minero, el pongo y el hacendado?
¡Nada! Ningún derecho, ninguna riqueza compartida, ningún ancestro; peor aún:
ningún porvenir.
Se trataba,
entonces, de una nacionalidad excluyente y racializada. Por principio fundador,
la posibilidad de modernizar el Estado y de irradiar la nacionalidad hacia las
poblaciones indígenas estaba descartada en la mente de los gobernantes. Ello
hubiera supuesto distribuir tierras, reconocer derechos colectivos,
democratizar los cargos públicos; es decir, hubiera requerido que las
oligarquías se negaran a sí mismas, demolieran las bases materiales de su
existencia asentada en la creencia cerrada de su superioridad natural sobre los
pueblos indígenas. Y está claro que, en la historia del mundo, ninguna clase
social se suicida.
Si algo
comenzó a ampliar la base social de la nacionalidad boliviana y, por tanto, a
modificar el contenido de lo que entenderemos por nación boliviana, no fueron
sus élites ni la gelatinosidad de su cultura; fueron las sublevaciones y luchas
democratizadoras de la plebe que comenzaron a construir el nuevo contenido, la
nueva sustancia de lo que entenderemos por nación boliviana.
En el siglo
XIX, fueron los artesanos de Manuel Isidoro Belzu, los comerciantes de chicha,
los arrieros de mineral y los mingas asalariados de las minas los que, en medio
de revueltas y capacidad económica, obligaran a las élites a ampliar derechos
y, con ello, a extender la base social urbana popular de la nacionalidad
boliviana.
En el siglo
XX, la lucha obrera por sus derechos salariales y la unidad trágica de la
derrota de la Guerra del Chaco, modificaron parcialmente el contenido
identitario de la bolivianidad, al incorporar el horizonte del sindicato en el
ámbito de pertenencia nacional.
La
nacionalización del petróleo en 1938 y de las minas en 1952, el voto universal,
la guerra agraria que eliminó la hacienda en valles y altiplano en 1953, al
tiempo de crear la base material de lo nacional-popular boliviano, eliminó la
base material de la nación oligárquica (hacienda y gran propiedad minera).
Así, el
sentido común oligárquico dio paso a un nuevo sentido común colectivo liderado
por la pequeña burguesía letrada, que asumió, con sus prejuicios, la construcción
homogeneizante de la nueva narrativa nacional. Esto supone que el contenido de
una nación no es estático, sino que se dirime en cada época histórica a partir
de las luchas sociales y la irradiación hegemónica del bloque social capaz de
alumbrar la unificación de lo nacional-popular en cada época histórica.
Pero, pese a
todo ello, el núcleo colonial con el que la nacionalidad había nacido —a saber,
el desconocimiento de las naciones indígenas preexistentes a la república, el
desconocimiento de los derechos colectivos y de los sistemas
políticos-culturales indígenas— siguió en pie.
La
superación real de la nacionalidad fundada en el apellido vino de la mano del
movimiento indianista y katarista, de las sublevaciones
indígenas-campesinas-vecinales-obreras y populares de inicios del siglo XXI,
que produjeron tres grandes cambios estructurales:
El primero,
el reconocimiento constitucional e institucional de las naciones indígena
originarias dentro del Estado boliviano. Ni folklore ni pasado a ser superado,
las identidades colectivas indígenas fueron reconocidas como naciones
portadoras de una vitalidad histórica propia.
El segundo,
este reconocimiento se dio al momento de una ampliación de la base material de
la nación boliviana y de las naciones indígenas, resultante de la
nacionalización de los recursos naturales, el inicio de la industrialización,
la eliminación del latifundio en el oriente y la redistribución democrática del
excedente económico hidrocarburífero.
El tercero,
la conformación de un nuevo bloque dirigente y unificador de la identidad
nacional boliviana y del Estado, encabezado por los movimientos sociales
indígena-campesino-populares que desplazaron la hegemonía de la burguesía
exportadora y de la pequeña burguesía letrada. Con ello, la nación boliviana
reconoció y fortaleció las naciones indígenas; y las naciones indígenas
asumieron el papel dirigente de la construcción y de los contenidos de la
nación boliviana, dando lugar a una indianización de la propia identidad
boliviana.
Esta indianización
no sólo está en la nueva narrativa estatal de los orígenes indígenas de nuestro
ser nacional presente en los nuevos textos escolares, en la ampliación del
panteón de los héroes fundadores de la patria, en la oficialización de los
idiomas indígenas, en la nueva iconografía cívica; también lo está en la
distribución de tierras a comunidades indígenas, en la multiplicación de las
inversiones estatales controladas por municipios, comunidades, sindicatos y
barrios urbanos indígenas, originarios y campesinos, pero también, en la
ocupación, en todos los niveles de decisión estatal, comenzando desde la
Presidencia del Estado, de hombres y mujeres de pertenencia
indígena-originaria-campesina, además del control y mando de la gestión estatal
por parte de las organizaciones indígenas, urbanas y campesinas.
El Estado se
ha indianizado y, con ello, la nación estatal boliviana está cambiando su
contenido y forma mediante la sustitución del “sentido común” de la tradicional
clase media castellanohablante letrada, por un nuevo “sentido común” de época
emergente de los movimientos sociales indígena-populares.
Hoy, la
nación boliviana se consolida como la nación estatal que abarca y une a los más
de diez millones de bolivianos que hemos nacido en nuestra patria. Y dentro de
ella están las naciones culturales indígena-originariasposeedoras de una
identidad preexistente a la república, e incluso, a la colonia, con capacidad
de libre determinación y que nutren a la identidad boliviana.
Todos los
que nacemos en el territorio boliviano somos bolivianos y poseedores de una
identidad nacional boliviana. Y una parte muy importante de los bolivianos son
indígenas, es decir, poseen una identidad nacional compuesta; pertenecen a
naciones culturales indígena-originarias aymara, quechua, guaraní, moxeña, uru,
yuracaré, etc.
El Censo de
Población y Vivienda 2012 expresó esta recomposición del ser nacional. A
diferencia del realizado en 2001, cuando la polarización de las “agendas de
octubre y de la media luna” llevó a que la identidad indígena asuma la función
de polo aglutinante de lo nacional-popular para contener la exclusión y el
racismo estatal neoliberal, en 2012, superada la polarización a favor del
bloque indígena-popular e iniciado el proceso de indianizacion del Estado y de la
identidad boliviana, el 40% de las personas afirmaron su identidad compuesta:
bolivianos pertenecientes a una nación indígena.
La
diferencia entre los que somos bolivianos y los que somos bolivianos que
tenemos una identidad nacional indígena no es que unos somos indígenas y otros
mestizos; ésa es una falsa diferencia. El mestizaje no es una identidad, es una
categoría colonial tributaria y un modo racializado de diferenciarse de los
indígenas. En sentido estricto, todo ser humano del mundo es biológicamente
mestizo; por nuestra sangre fluyen todas las sangres. Y, culturalmente, toda
identidad en el mundo también es mestiza, no es pura ni se mantiene estática
desde hace 10.000 años.
Al
contrario, toda cultura se enriquece permanentemente de los conocimientos, de
las prácticas, costumbres, tecnologías y alimentos de otras culturas; pero que
son organizadas y significadas por un núcleo propio que ordena las influencias
externas. Por eso, hay aymaras comunarios, hay aymaras ingenieros, hay aymaras
profesionales o transportistas.
El mestizaje
no es, pues, una identidad, así como tampoco hay una “nación mestiza”. Ningún
boliviano, cuando sale al extranjero y le preguntan, ¿de qué nacionalidad es?,
responde ni responderá jamás “soy de la nación mestiza”.
En el fondo,
el mestizaje es el eufemismo culturalista de una ideología y un proyecto de
carácter clasista pequeño-burgués letrado castellanohablante, que en los años
50 del siglo XX buscó imponer su cultura y su sentido común al resto de las
clases sociales y de las naciones indígenas existentes.
En realidad,
hay tantas posibilidades de mestizaje como clases sociales existen; y por eso
toda nación en el mundo es mestiza. Pero, lo que diferencia a una nación de
otras es la identidad que une o fusiona al resto de las nacionalidades. Cuando
la identidad dominante desconoce y homogeneiza al resto de las naciones dentro
del Estado, el mestizaje es un etnocidio, y el resultado es un Estado
monocultural confrontado a una sociedad plurinacional. Cuando, en cambio, la
identidad dirigente reconoce las otras identidades nacionales, estamos ante una
ecuación de óptimo social entre Estado plurinacional y sociedad plurinacional.
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