Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Rafael Bautista S.
Ya hemos destacado
en otros trabajos la importancia que adquiere la geopolítica, en el rediseño
que está adquiriendo el incipiente mundo multipolar. Lo cual nos abre la
posibilidad de reflexionar este nuestro “proceso de cambio” en perspectiva
global. Porque el mundo también atraviesa un cambio y de los horizontes que se
abran dependerá la fisonomía definitiva de un nuevo mundo multipolar. Esta
nueva disposición geopolítica es revolucionaria, pues la unipolaridad
occidental es lo que había caracterizado al mundo moderno, es decir, lo que
hizo posible la gestión global del mundo moderno ha sido la disposición
geopolítica pertinente a su dominación planetaria: la disposición
centro-periferia. Ahora que entra en decadencia el mundo moderno, que se
evidencia por el conjunto de crisis terminales que atravesamos de modo global,
conviene la reflexión de los procesos que aparecen en nuestra región con
perspectiva global. Pues lo que ahora está en juego no es sólo la sobrevivencia
de un país o una región sino la sobrevivencia del planeta entero.
La
perspectiva geopolítica nos brinda la posibilidad de cotejar, en la nueva
disposición planetaria multipolar, no sólo un ingreso soberano al nuevo
rediseño que está adquiriendo el mundo sino, lo que más nos debería importar,
la posibilidad de liderar una alternativa con perspectiva universal. Lo cual
pasa por involucrar nuestro “proceso de cambio” con el “cambio de época” que
está atravesando el planeta.
En ese
sentido, la geopolítica ya no puede contener los propósitos canónicos que le
dieron origen sino los propósitos que se derivan de la liberación de los
pueblos sometidos por una geopolítica de dominación imperial. Es decir, la
perspectiva geopolítica pertinente a nosotros, se desprende del horizonte
propuesto por el nuevo sujeto plurinacional. En ese contexto, el pueblo, como
categoría política, ya no es el conjunto del conglomerado social de una nación
determinada sino el sujeto del cambio; en ese sentido, “proceso de cambio”
quiere decir: el máximo potencial de la nueva disponibilidad común que aparece
en torno al horizonte propuesto por el nuevo sujeto plurinacional.
Por eso no
hay coincidencias en la historia. El sujeto plurinacional no sólo evidencia la
crisis del concepto Estado-nación (moderno-occidental) sino que su presencia es
capaz de despertar a un mundo aletargado por cinco siglos de hegemonía
euro-gringo-céntrica. La disposición centro-periferia quiere decir eso. Todas
las dicotomías del mundo moderno parten de la asunción de un centro
antropológico específico: el ego moderno es ego-céntrico porque asume su
presunta superioridad en contra de toda la historia humana. La crisis
actual es crisis de ese auto-centrismo. Un mundo multipolar es una crítica
explícita a un centro hegemónico de dominación planetaria que, por cinco
siglos, ha desatado los más grandes genocidios mundiales en favor exclusivo de
la acumulación concéntrica de sus apetitos.
En ese
sentido, evaluar nuestro proceso con perspectiva global quiere decir: iniciar
el pasaje hacia la consideración de nuestro proyecto, el “vivir bien”, con una
seria pretensión universal; si nuestro proyecto es válido ya no sólo para
nosotros sino para el mundo entero, esto quiere decir que las disyuntivas y
contradicciones que enfrentamos tienen no sólo carácter local sino que,
estarían expresando, en su radicalidad, el conflicto epocal: pasar de una forma
de vida a otra. Por eso no se trata sólo del capitalismo como sistema económico
sino del horizonte cultural que hace posible a éste: la modernidad.
El
marxismo estándar creía y sigue creyendo que, cambiando la base económica se
cambia todo; ese reduccionismo metodológico es lo que se convirtió en fracaso
histórico. Por eso el capitalismo podía hacer, hasta de sus crisis, procesos
nuevos de acumulación; porque lo que le da vida o legitimación no es, lo
económico, en última instancia. La disposición centro-periferia no funciona
sólo en la economía sino también, por ejemplo, en la cultura. Por eso las
relaciones de dominación van más allá de lo estrictamente económico.
Por eso la
visión oficial reduccionista de la descolonización no es capaz de advertir la
complejidad de relaciones de dominación que se complementan de modo
estructural, haciendo estable y duradera una condición colonial que permea no
sólo el mundo institucional sino la propia subjetividad de los actores, incluso
“revolucionarios”.
Esto es lo
que nos permite descubrir en la disposición centro-periferia, una clasificación
antropológica previa que funda las pretensiones de dominación de un centro, que
se considera centro en todos los sentidos. Entonces, descentrar el centro es la
primera condición para que el ámbito periférico deje de ser periferia. Esto
quiere decir que, la eficacia de la disposición centro-periferia, radica en la
múltiple combinatoria que adquieren las relaciones de dominación que se
complementan de modo estructural. El capitalismo no es posible sin el derecho
liberal, y éste es el núcleo que defiende la democracia moderna, que la
enarbola el individuo liberal, que se constituye en sociedad, legitimando todo
este círculo recíproco de instancias que se co-determinan mutuamente.
Pero ni
todo ello constituye esencialmente a la modernidad; pues todas son
determinaciones de un fundamento que, en cuanto núcleo mítico, da origen al
proyecto que amanece el 1492: el racismo. Pero éste no es la discriminación
fenotípica del diferente sino la anulación absoluta de la humanidad del otro
(en primer lugar el indio). Sólo a partir de aquello es posible concebir la
primera dicotomía del mundo moderno: superior-inferior. El primero se llamará
civilizado, mientras que el segundo será el bárbaro; éste será siempre la
imagen del atraso mientras aquél dará origen al mundo desarrollado, descargando
en la periferia las consecuencias del afán ilimitado del mito del progreso
infinito. El subdesarrollo será la nueva especificación de un mundo atravesado
por relaciones dicotómicas. No hay desarrollo sin subdesarrollo, del mismo modo
que no hay superior sin inferior. En ese sentido, la modernidad no es sólo una
época sino un proyecto de dominación global de un centro único que constituye
al mundo entero en su periferia.
Por eso,
si el centro está en crisis, su proyecto es el que ha entrado en crisis. El
incipiente mundo multipolar expresa la decadencia de un proyecto que se
desmorona desde adentro, pero que repercute globalmente. La crisis ecológica
manifiesta lo que, en esencia, es aquel proyecto: el sacrificio constante y
creciente de la humanidad y la naturaleza para beneficio exclusivo del ídolo
moderno: el capital.
Esto
quiere decir que la riqueza moderna es sólo posible por la creación de miseria.
Otra dicotomía que manifiesta el fundamento congénito de las desigualdades en
el mundo moderno. Hasta el contenido de las emancipaciones modernas conlleva
esta contradicción, por eso la dialéctica del amo y el esclavo expresa aquello:
se sale de una dominación para instaurar otra. Por eso las revoluciones recaen
en lo mismo y pueden hasta reafirmar su condición periférica transfiriendo al
centro nuevo modos de recomposición y acumulación a costa siempre de una
periferia que persiste en verse con los ojos del centro. Esto quiere decir:
para ser como el centro debe anularse a sí misma, negar lo que es y asumir la
imagen devaluada que el centro le ha impuesto, como verdadera. Por eso hasta el
campesino quiere “desarrollo”, porque aspira a la riqueza moderna, es decir
quiere modernizarse y dejar de ser indio.
Observemos
un ejemplo. La lectura desarrollista (que hace carne hasta en los pobres,
siendo ellos la constatación de las consecuencias del “desarrollo”) no nos
permite advertir la propia discusión que está ocurriendo a propósito de los
procesos de industrialización. Desde la primera revolución industrial se sabe
que, sin el control de un recurso energético, se hace prácticamente imposible
cualquier despegue y desarrollo industrial y tecnológico. Por eso somos
testigos de las intervenciones militares en Irak, Afganistán, Libia y, ahora,
Siria, donde se despliega la primera guerra geopolítica del gas; en la que se
enfrentan, en realidad, Occidente (USA y Europa) y las nuevas potencia
emergentes, el BRICS. El occidente moderno trata de recapturar un área estratégica,
para contener a Rusia y China.
El control
del gas supone el control de la llamada energía del siglo XXI. Pero, ante la
evidencia del agotamiento paulatino de las energías no renovables (agudizado
por el irracional consumo de Occidente), lo que se muestra como inevitable es,
ya no sólo una transformación en el consumo, sino en la producción misma; es
decir, los modelos de industrialización tendrán que sufrir transformaciones
profundas, ya no supeditadas a energías fósiles.
Es decir,
si por pura ceguera histórica apostamos al desarrollo industrial hegemónico,
que ya es insostenible (que fue paradigma de “desarrollo” cuando se creía que
las fuentes energéticas eran infinitas), puede que “comprar” todo ese
“desarrollo” nos lleve a una nueva ruina, cuando el mundo pase a nuevas formas
de industria, basadas, por obligación, en fuentes de energía alternativas y,
además, en un uso más racional de los recursos energéticos. O sea que, si
apostamos por el espejismo moderno, puede que en medio siglo (que es más o
menos el ciclo de toda revolución industrial) nos despertemos con un patrón
industrial distinto, mucho más eficaz y, para colmo, más competitivo en el
mercado global, al cual tanto se quiere ingresar.
Esta toma
de conciencia ha sido siempre la constante en un genuino proceso de
nacionalización: el control estratégico y geopolítico de los recursos
energéticos. No depender significa el sostenimiento de la producción a partir
de una industria y tecnología propias basada en el control estratégico de una
energía también propia. Lo que mueve la producción es la energía, sin control
de ésta no hay sostenibilidad en la producción; por eso no se trata de importar
la “mejor” tecnología (porque puede ser la peor, es decir, la más cara) sino de
desarrollar una industria propia en correspondencia a los recursos que se
posean y a las necesidades estratégicas que se tenga.
Cuando se
ofertan los recursos energéticos, como si fuesen mercancías, es porque se
ignora su carácter estratégico. Lo que podríamos constituir en base de nuestra
producción y nuestra industria, la fuerza que contiene nuestra propia tierra,
se hipoteca para que otros ganen. Esa fue la historia del petróleo y del gas
(si ese es el destino de nuestro litio, entonces cancelaremos una nueva
oportunidad histórica).
Producir
con el fin de exportar es, aunque no se lo quiera reconocer, incluirse en el
sistema que tanto se critica. Porque eso significa supeditarse a las
necesidades del mercado global; el cual es el ámbito, por excelencia, de
recomposición del capital transnacional. La demanda irracional del mercado
moderno terminará siempre por minar la posibilidad nuestra de basar cualquier
revolución industrial en nuestro suelo; por eso, apostar por la propia
producción no es ofrecerlo a las necesidades del mercado (que son siempre
necesidades del centro) sino fundar en éste primero una independencia
económica.
Una
apuesta tecnológica nuestra no pasa por la subordinación a los patrones
tecnológicos hegemónicos sino de la revalorización de nuestras propias tecnologías
y su potenciamiento a largo plazo (como lo es todo proyecto histórico) que
genere las condiciones para un cambio de patrón energético, lo cual sí es
posible en un país todavía no atravesado por el “desarrollo”. Pero esto
requiere de visión estratégica, de educación, es decir, del desarrollo de la
conciencia nacional, ahora resignificada como plurinacional.
Si no
somos conscientes del inminente recambio tecnológico que se deberá producir, a
mediano plazo, de nada nos servirá adoptar ahora modelos tecnológicos e
industriales que ya no son sostenibles “in thelongrun”. Lo dramático será darse
cuenta que los modelos industriales que se adoptan ingenuamente, resulten
demasiado caros para un país que no tiene control estratégico sobre sus propios
recursos energéticos. Una verdadera nacionalización no quiere decir conseguir
mayores ingresos, sino basar un proyecto de desarrollo propio en el control
estratégico de sus recursos energéticos.
Si el
decadente imperio norteamericano (y en general Occidente) ya no controla los
recursos energéticos, esto obliga a buscar alternativas; y aunque recapture las
fuentes energéticas, la condición limitada de éstas obliga a considerar un
cambio en los patrones energéticos actuales. Pero ya no significará cambiar una
energía por otra (a lo que apunta el “capitalismo verde” o el “desarrollo
alternativo”) sino transformar una cultura basada en el despilfarro de energía
y la destrucción sistemática del ecosistema.
Esa será
la diferencia, en lo venidero, entre quienes enfrenten la crisis climática y
quienes la soslayen. En la nueva cartografía planetaria multipolar lo que se
vislumbra —donde no se produzcan balcanizaciones— son escenarios, en el mejor
de los casos, de regionalización económica basada en la cooperación mutua (porque
ninguna potencia es autosuficiente y esto es una ventaja que tienen los países
que poseen recursos energéticos y materia primas, siempre y cuando se sepa
administrar aquello). Las materias primas y los recursos energéticos definirán
la geopolítica del siglo XXI.
Por eso
las definiciones son fundamentales. La geopolítica es, hoy por hoy, la
conciencia del incipiente mundo multipolar; la insistencia en su tratamiento
nos sirve para vislumbrar, de mejor modo, las posibilidades de nuestra
situación en la nueva cartografía mundial. Esta traumática transición que sufre
el mundo, que ya no es unipolar, es descubierta en todas sus complejidades (que
también son bélicas) gracias a la perspectiva geopolítica y a las derivaciones
temáticas que se le desprenden: la geoeconomía y las geofinanzas. Por eso la
geopolítica, en nuestro caso, se traduce como la conciencia del cambio de época
que sucede a nivel global, al cual no deberíamos incluirnos de modo ingenuo
sino aprovechar las nuevas condiciones para proponernos ofrecerle al mundo una
alternativa que nos sitúe en la posibilidad de liderar esa alternativa con
perspectiva universal.
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