Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Claudia Peña Claros
Cuando has perdido todo, pero absolutamente todo ¿qué es lo último que
queda? ¿Cuál es el último reducto que te permite persistir en la existencia, en
el ser? Es el cuerpo. Lo básico es el cuerpo. Es la casa, la fuente, el lugar
de donde sales cada día para ser y para estar en el mundo.
Y eso que pareciera obvio, de tan básico, es algo que a muchas mujeres se
nos niega. Cuántas de nosotras no hemos sido desgarradas en algún momento de
nuestra vida, cuando constatamos que el cuerpo, ése que habitamos, nos ha sido
arrebatado, nos ha sido enajenado, nos ha sido expropiado en lo concreto y en
lo cotidiano que debiera ser que yo, mujer, pueda disponer de mi cuerpo.
Resulta que yo, con mi cuerpo, quiero salir a la calle a jugar fútbol con
los chicos del barrio: no puedo porque soy mujer y ya se dice que parezco
marimacho. Resulta que no me gusta usar vestido: pero en el colegio las niñas
llevan falda y los niños pantalón aunque sea invierno. Resulta que por ser
mujer debo ser hermosa de una cierta manera que no tiene nada que ver con la
historia y con los cuerpos que me procrearon; y cuando alguna mujer logra
aquello que se le ha enseñado a desear, no pensamos que su festejada victoria
es el resultado de años de tortura, de sistemática y científica tortura, años
de forzar al cuerpo para encajarlo en unos moldes inhumanos e irreales.
Resulta que el joven no se la cree que lo amo, y para probárselo debo
permitir que él disponga de mi cuerpo. Resulta que en la cama se debe fingir
placer aunque él sea en los hechos incapaz de ofrecerlo. Resulta que en la
esquina oscura de la calle, en la avenida atestada o a mediodía, habrá un
hombre que pretenda arrebatarme el cuerpo, anular mi propiedad sobre mi cuerpo,
y ensuciarlo con sus manos y las palabras que en los hechos prohíben mi estar
en la calle, repelen mi presencia en lo público.
Resulta que la familia es el hombre, la mujer y los hijitos; y que esos
hijitos los debo parir yo y luego por eso no me contratan o me pagan menos, o
me quedo cuidándolos mientras él, libre del hijito y de mí, dueño de su cuerpo,
sale vencedor al mundo y sonriente se reproduce cuanto quiera, sin por ello
perder ni el trabajo, ni el honor, ni el uso de su tiempo, ni su universidad ni
su colegio.
El temor más grande es perder el dominio sobre el cuerpo en las manos del
hombre que te ama, del hombre que te domina, de la madre que te da o te niega
el permiso, del cura que te absuelve y te da la penitencia, de los hijitos que
amas y cuidas pero que te llaman, te demandan, te sofocan.
Al momento en que una mujer adquiere ese gigantesco poder que es la
capacidad de reproducirse, se reproduce y perfecciona también aquella
monstruosa y omnipresente maquinaria que dicta, cada día y a cada momento, que
las mujeres, por el poder de parir, debemos también mezquinar nuestro placer y
nuestro sexo, y cuando lo hayamos ‘brindado’ deberá ser solamente al siempre
único e inigualable primer hombre que se llevó el ‘trofeo’ de nuestra
virginidad.
Resulta que en la calle, en el trabajo, en la organización, cuando nos
vean, verán la posibilidad de placer extraíble que anida en nosotras. Como una
cosa que se puede poseer. Qué derecho tiene luego la cosa de decir “ya no me
gusta”, “ya no quiero”, si es apenas una cosa, posible por tanto de ser
castigada, encerrada, sometida, vejada cuando se atreve a cuestionar la
posesión.
Pero las mujeres deseamos. Deseamos decidir nuestra vida. Salir a la calle
y decidir las cosas. Deseamos tener poder y ejercer ese poder. Deseamos
deliberar y trabajar, deseamos amar al que amemos o a la que amemos realmente.
Y sí, podemos amar a los hijos, pero deseamos que él también los ame con el
sacrificio y la entrega con que nosotras lo hacemos.
Deseamos que ser mujer deje de ser silencio y postergación. No somos
abnegadas ni bondadosas. No seremos obedientes ni sumisas. Tenemos un cuerpo,
lo vamos a ejercer y defender. Porque esta revolución, que es la nuestra, debe
ser también para vencer el temor más grande. El de nosotras, las warmis, y el
de nuestros cuerpos.
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