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El fascismo está actuando en Santa Cruz, el gobierno debe investigar

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El temor más grande


Por: Claudia Peña Claros
Cuando has perdido todo, pero absolutamente todo ¿qué es lo último que queda? ¿Cuál es el último reducto que te permite persistir en la existencia, en el ser? Es el cuerpo. Lo básico es el cuerpo. Es la casa, la fuente, el lugar de donde sales cada día para ser y para estar en el mundo.
Y eso que pareciera obvio, de tan básico, es algo que a muchas mujeres se nos niega. Cuántas de nosotras no hemos sido desgarradas en algún momento de nuestra vida, cuando constatamos que el cuerpo, ése que habitamos, nos ha sido arrebatado, nos ha sido enajenado, nos ha sido expropiado en lo concreto y en lo cotidiano que debiera ser que yo, mujer, pueda disponer de mi cuerpo.
Resulta que yo, con mi cuerpo, quiero salir a la calle a jugar fútbol con los chicos del barrio: no puedo porque soy mujer y ya se dice que parezco marimacho. Resulta que no me gusta usar vestido: pero en el colegio las niñas llevan falda y los niños pantalón aunque sea invierno. Resulta que por ser mujer debo ser hermosa de una cierta manera que no tiene nada que ver con la historia y con los cuerpos que me procrearon; y cuando alguna mujer logra aquello que se le ha enseñado a desear, no pensamos que su festejada victoria es el resultado de años de tortura, de sistemática y científica tortura, años de forzar al cuerpo para encajarlo en unos moldes inhumanos e irreales.
Resulta que el joven no se la cree que lo amo, y para probárselo debo permitir que él disponga de mi cuerpo. Resulta que en la cama se debe fingir placer aunque él sea en los hechos incapaz de ofrecerlo. Resulta que en la esquina oscura de la calle, en la avenida atestada o a mediodía, habrá un hombre que pretenda arrebatarme el cuerpo, anular mi propiedad sobre mi cuerpo, y ensuciarlo con sus manos y las palabras que en los hechos prohíben mi estar en la calle, repelen mi presencia en lo público.
Resulta que la familia es el hombre, la mujer y los hijitos; y que esos hijitos los debo parir yo y luego por eso no me contratan o me pagan menos, o me quedo cuidándolos mientras él, libre del hijito y de mí, dueño de su cuerpo, sale vencedor al mundo y sonriente se reproduce cuanto quiera, sin por ello perder ni el trabajo, ni el honor, ni el uso de su tiempo, ni su universidad ni su colegio.
El temor más grande es perder el dominio sobre el cuerpo en las manos del hombre que te ama, del hombre que te domina, de la madre que te da o te niega el permiso, del cura que te absuelve y te da la penitencia, de los hijitos que amas y cuidas pero que te llaman, te demandan, te sofocan.
Al momento en que una mujer adquiere ese gigantesco poder que es la capacidad de reproducirse, se reproduce y perfecciona también aquella monstruosa y omnipresente maquinaria que dicta, cada día y a cada momento, que las mujeres, por el poder de parir, debemos también mezquinar nuestro placer y nuestro sexo, y cuando lo hayamos ‘brindado’ deberá ser solamente al siempre único e inigualable primer hombre que se llevó el ‘trofeo’ de nuestra virginidad.
Resulta que en la calle, en el trabajo, en la organización, cuando nos vean, verán la posibilidad de placer extraíble que anida en nosotras. Como una cosa que se puede poseer. Qué derecho tiene luego la cosa de decir “ya no me gusta”, “ya no quiero”, si es apenas una cosa, posible por tanto de ser castigada, encerrada, sometida, vejada cuando se atreve a cuestionar la posesión.
Pero las mujeres deseamos. Deseamos decidir nuestra vida. Salir a la calle y decidir las cosas. Deseamos tener poder y ejercer ese poder. Deseamos deliberar y trabajar, deseamos amar al que amemos o a la que amemos realmente. Y sí, podemos amar a los hijos, pero deseamos que él también los ame con el sacrificio y la entrega con que nosotras lo hacemos.
Deseamos que ser mujer deje de ser silencio y postergación. No somos abnegadas ni bondadosas. No seremos obedientes ni sumisas. Tenemos un cuerpo, lo vamos a ejercer y defender. Porque esta revolución, que es la nuestra, debe ser también para vencer el temor más grande. El de nosotras, las warmis, y el de nuestros cuerpos.



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