Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
“En ningún momento de la historia, en ningún
lugar del planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se
acerquen unos a los otros. Por el contrario, sólo han servido para separar,
para quemar, para torturar. No creo en Dios, no lo necesito y además soy buena
persona”
José de Sousa Saramago
(1922 – 2010)
Premio Nobel de
Literatura 1998
Por: José Saramago
En algún lugar de la India. Una fila de piezas
de artillería en posición. Atado a la boca de cada una de ellas hay un hombre.
En primer plano de la fotografía, un oficial británico levanta la espada y va a
dar orden de disparar. No disponemos de imágenes del efecto de los disparos,
pero hasta la más obtusa de las imaginaciones podrá 'ver' cabezas y troncos
dispersos por el campo de tiro, restos sanguinolentos, vísceras, miembros
amputados. Los hombres eran rebeldes. En algún lugar de Angola. Dos soldados
portugueses levantan por los brazos a un negro que quizá no esté muerto, otro
soldado empuña un machete y se prepara para separar la cabeza del cuerpo. Esta
es la primera fotografía. En la segunda, esta vez hay una segunda fotografía,
la cabeza ya ha sido cortada, está clavada en un palo, y los soldados se ríen.
El negro era un guerrillero. En algún lugar de Israel. Mientras algunos
soldados israelíes inmovilizan a un palestino, otro militar le parte a
martillazos los huesos de la mano derecha. El palestino había tirado piedras.
Estados Unidos de América del Norte, ciudad de Nueva York. Dos aviones
comerciales norteamericanos, secuestrados por terroristas relacionados con el
integrismo islámico, se lanzan contra las torres del World Trade Center y las
derriban. Por el mismo procedimiento un tercer avión causa daños enormes en el
edificio del Pentágono, sede del poder bélico de Estados Unidos.
Los muertos, enterrados entre los escombros,
reducidos a migajas, volatilizados, se cuentan por millares. Las fotografías de
India, de Angola y de Israel nos lanzan el horror a la cara, las víctimas se
nos muestran en el mismo momento de la tortura, de la agónica expectativa, de
la muerte abyecta. En Nueva York, todo pareció irreal al principio, un episodio
repetido y sin novedad de una catástrofe cinematográfica más, realmente
arrebatadora por el grado de ilusión conseguido por el técnico de efectos
especiales, pero limpio de estertores, de chorros de sangre, de carnes
aplastadas, de huesos triturados, de mierda.
El horror, escondido como un animal inmundo, esperó a que saliésemos de la estupefacción para saltarnos a la garganta. El horror dijo por primera vez 'aquí estoy' cuando aquellas personas se lanzaron al vacío como si acabasen de escoger una muerte que fuese suya. Ahora, el horror aparecerá a cada instante al remover una piedra, un trozo de pared, una chapa de aluminio retorcida, y será una cabeza irreconocible, un brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax aplastado. Pero hasta esto mismo es repetitivo y monótono, en cierto modo ya conocido por las imágenes que nos llegaron de aquella Ruanda- de-un-millón-de-muertos, de aquel Vietnam cocido a napalm, de aquellas ejecuciones en estadios llenos de gente, de aquellos linchamientos y apaleamientos, de aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de arena, de aquellas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron Hiroshima y Nagasaki, de aquellos crematorios nazis vomitando cenizas, de aquellos camiones para retirar cadáveres como si se tratase de basura.
El horror, escondido como un animal inmundo, esperó a que saliésemos de la estupefacción para saltarnos a la garganta. El horror dijo por primera vez 'aquí estoy' cuando aquellas personas se lanzaron al vacío como si acabasen de escoger una muerte que fuese suya. Ahora, el horror aparecerá a cada instante al remover una piedra, un trozo de pared, una chapa de aluminio retorcida, y será una cabeza irreconocible, un brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax aplastado. Pero hasta esto mismo es repetitivo y monótono, en cierto modo ya conocido por las imágenes que nos llegaron de aquella Ruanda- de-un-millón-de-muertos, de aquel Vietnam cocido a napalm, de aquellas ejecuciones en estadios llenos de gente, de aquellos linchamientos y apaleamientos, de aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de arena, de aquellas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron Hiroshima y Nagasaki, de aquellos crematorios nazis vomitando cenizas, de aquellos camiones para retirar cadáveres como si se tratase de basura.
Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se
ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los
humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más
absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el
principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en nombre de
Dios. Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han
servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han
sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de
monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más
tenebrosos capítulos de la miserable historia humana. Al menos en señal de
respeto por la vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las
circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los
creyentes de cualquier religión no sólo fingen ignorarlo, sino que se yerguen
iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es más que un
nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un
día y que vendría a dificultar nuestro paso a una humanización real. A cambio
nos prometía paraísos y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como
los otros, insultos descarados a una inteligencia y a un sentido común que
tanto trabajo nos costó conseguir. Dice Nietzsche que todo estaría permitido si
Dios no existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios
es por lo que se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor,
principalmente lo más horrendo y cruel.
Durante siglos, la Inquisición fue, también,
como hoy los talibán, una organización terrorista dedicada a interpretar
perversamente textos sagrados que deberían merecer el respeto de quien en ellos
decía creer, un monstruoso connubio pactado entre la Religión y el Estado
contra la libertad de conciencia y contra el más humano de los derechos: el
derecho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa,
que sólo eso es lo que la palabra herejía significa.
Y, con todo, Dios es inocente. Inocente como
algo que no existe, que no ha existido ni existirá nunca, inocente de haber
creado un universo entero para colocar en él seres capaces de cometer los
mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que son celebraciones de su
poder y de su gloria, mientras los muertos se van acumulando, estos de las
torres gemelas de Nueva York, y todos los demás que, en nombre de un Dios
convertido en asesino por la voluntad y por la acción de los hombres, han
cubierto e insisten en cubrir de terror y sangre las páginas de la Historia.
Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se
deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado, pero el `factor
Dios´, ese, está presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y señor
de ella. No es un dios, sino el `factor Dios´ el que se exhibe en los billetes
de dólar y se muestra en los carteles que piden para América (la de Estados
Unidos, no la otra...) la bendición divina. Y fue en el `factor Dios´ en lo que
se transformó el dios islámico que lanzó contra las torres del World Trade
Center los aviones de la revuelta contra los desprecios y de la venganza contra
las humillaciones. Se dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro
dios responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no
han sido ellos, pobres dioses sin culpa, ha sido el `factor Dios´, ese que es
terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea
cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y
abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino
aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la
bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.
Al lector creyente (de cualquier creencia...)
que haya conseguido soportar la repugnancia que probablemente le inspiren estas
palabras, no le pido que se pase al ateísmo de quien las ha escrito.
Simplemente le ruego que comprenda, con el sentimiento, si no puede ser con la
razón, que, si hay Dios, hay un solo Dios, y que, en su relación con él, lo que
menos importa es el nombre que le han enseñado a darle. Y que desconfíe del
`factor Dios´. No le faltan enemigos al espíritu humano, mas ese es uno de los
más pertinaces y corrosivos. Como ha quedado demostrado y desgraciadamente
seguirá demostrándose.
Escrito el 18 de septiembre de 2001
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