Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Hace
muchos años, hice una especie de retiro en casa de una monja, en un pequeño
pueblo en Oruro. No recuerdo muchos detalles de esos días, excepto la
silenciosa pero densa expectación en que todos los habitantes vivían: estaba
llegando la luz.
Hasta
entonces, las mujeres y los hombres seguían los horarios que imponía la
naturaleza. La provisión de velas y de kerosén era parte de la rutina
doméstica. Pero ya estaban llegando los postes y los cables que traerían la
electricidad a toda la comunidad.
La vida
estaba a punto de cambiar, en una magnitud mayor al hecho de postergar la
noche: los tiempos cambiarían y sería uno el de la gente y otro el de la
naturaleza; algunas tareas se facilitarían con aparatos eléctricos; escuchar
radio no sería un lujo. Las rutinas, el intercambio cultural, la comunicación
con la ciudad: también las distancias se acortaban.
Estaba
llegando la luz, y todo se renovaría. Cuando expulsamos a Goni en octubre de
2003, empezamos a vivir un poco como aquellas personas que aguardaban la
llegada de la luz a sus casas. La Guerra del Gas fue una señal inconfundible de
que un gran cambio se había producido, y no nos equivocamos. El proceso
constituyente, la ampliación de la democracia, las autonomías, las redes de
carreteras, los bonos, las políticas de redistribución de la riqueza, generaron
cambios concretos en nuestras vidas.
Pero
sembrar igualdad no es como sembrar postes a la vera del camino. Porque así
como la energía eléctrica cambia la rutina de la gente, pero cambia poco a la gente
misma, así también puede llegar la diversidad a los cargos de poder, pero el
poder seguirá siendo el mismo. Y la misma displicencia de los médicos habitará
en los flamantes hospitales, y la expansión del Estado será la expansión de la
lógica burocrática.
Es como
si desde el pueblo viéramos los postes bien firmes en el camino, pero la luz no
llega.
En
medio de este sopor que nos atonta, la luz que necesitamos es la certidumbre en
la calidad y la pertinencia de los servicios que recibimos del Estado: aquellos
dirigidos a preservar la vida, a ampliar los horizontes de posibilidad de la
niñez y de la juventud, a defender a las víctimas de la violencia y del trato
desigual.
Esa es
la revolución pendiente. La vida no tiene por qué ser tan difícil, ni tan precaria.
Abierto el proceso, no podemos contentarnos con menos. Pero la revolución no es
asunto solamente del Estado; es asunto del pueblo, y junto al pueblo, el
Estado.
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