Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Santiago Alba Rico
Lo explicaré del modo más sencillo. Hace dos años y medio se puso en marcha
en el mundo árabe un proceso inesperado de irrupción de los pueblos (llamado a
veces «primavera árabe») que abrió una modesta pero luminosa oportunidad en la
zona. Yo la llamaría sin lugar a dudas «revolución».
No fue una revolución socialista y no fue dirigida por la izquierda.
Tampoco fue una revolución islámica y los islamistas tuvieron asimismo un papel
muy reducido. Pero como fue una revolución democrática, salió a flote la
verdadera relación de fuerzas en la zona -reprimida durante décadas- y las
elecciones, allí donde las hubo, llevaron al gobierno a los partidos islamistas
de la órbita de los Hermanos Musulmanes. Tanto la izquierda de la región,
avejentada y estalinista, como los partidos islamistas, que incubaban sueños de
califato, cedieron a la presión popular y adoptaron sinceros programas
democráticos. Los fulul de la dictadura, a su vez, se reciclaron en
demócratas y, desde distintas organizaciones y partidos, en condiciones sin
precedentes de libertad de expresión y reunión, comenzaron a trabajar para
recobrar el poder.
Sé que no importa lo que diga, pues en cualquier caso se malentenderán mis
palabras. Soy comunista y si algo me inspira poca simpatía es la combinación de
neoliberalismo económico y conservadurismo religioso. En los dos últimos años
no he dejado de llamar la atención, en Egipto y Túnez, sobre la complicidad de
los HHMM y Nahda con las instituciones financieras internacionales, su falta de
programa social y económico y su recurso a las mismas tácticas represivas de la
dictadura. Pero también he insistido en alertar contra la tentación de combatir
a los islamistas por cualquier medio, en alianzas antinaturales con las manos
negras de la dictadura o mediante estrategias de acoso y derribo que, a tenor
de la actual relación de fuerzas, sólo pueden favorecer el retorno de los
viejos y trágicos modelos de gestión regional (con la guerra civil argelina,
tan cercana, como sombra y advertencia). El proceso que comenzó en Túnez abrió
un marco inestable y fluido en el que democracia, revolución e involución se
citan, se buscan, chocan, negocian y se combaten. A mi juicio, lo más
revolucionario que se puede hacer en estos momentos en Egipto, y en todo el
mundo árabe, es tratar de construir un Estado de Derecho democrático mientras
se trabaja a medio plazo -gramscianamente- en un proyecto contrahegemónico
basado en el descontento social.
Pues bien, la voluntad de acelerar la revolución sin haber normalizado la
democracia (¡que en el mundo árabe es ya revolucionaria!), y a despecho de la
relación de fuerzas, da todas las ventajas a los proyectos involucionistas
islamofóbicos. En Túnez en la forma de una «transición pacífica a la
dictadura»; en Egipto, como estamos viendo, en la forma clásica, terrible, de
una intervención militar que, en este caso, sólo puede desembocar en una guerra
civil.
Millones de egipcios han salido a la calle de un modo saludable, en aras de
una indignación justa y valiente, en la prolongación de un movimiento popular
que es la única garantía en el mundo árabe -y en cualquier parte- de una
verdadera democracia. Pero ese movimiento popular se inscribe -dejadme decirlo
de manera provocativa y brutal- en una estrategia de acoso y derribo contra los
HHMM orquestada y preparada con arreglo a un plan muy similar al que derrocó a
Allende en Chile o al que intentó derrocar a Chávez en Venezuela.
Dejadme ser aún más provocativo: un cierto sector de la izquierda -árabe y
mundial- cuando hay revoluciones las llama conspiraciones y cuando hay
conspiraciones considera que, entonces sí, ha llegado la verdadera revolución.
¡Contra el islamismo los golpes de Estado son revolucionarios! ¡Aunque se trate
del ejército egipcio, el más proestadounidense del mundo, el mismo que disparó
contra el pueblo y torturó a los revolucionarios hasta hace pocos meses!
En Egipto la izquierda forma parte del Frente Nacional de Salvación,
coalición también de la derecha neoliberal y de los fulul de la
dictadura, y su máximo representante, Hamdin Sabahi, que ocupó el tercer lugar
en las elecciones presidenciales, ha pedido varias veces en los últimos días la
intervención del ejército y ha saludado sus «revolucionarios» comunicados. Lo
mismo en el caso de Tamarrud, el movimiento responsable de las movilizaciones del
30 de junio, cuyos portavoces confiesan abiertamente haber coordinado las
protestas con la cúpula militar, y que han respondido a la assadiana
declaración de las fuerzas armadas («daremos nuestras vidas combatiendo a los
terroristas, extremistas e ignorantes») reclamando la inmediata detención del
presidente elegido Mohamed Mursi.
Si el presidente elegido no se va, ya conocemos la «hoja de ruta» anunciada
por el ejército: formará una junta cívica-militar para preparar la transición,
disolverá el Parlamento, suspenderá la constitución y aplicará mano de hierro a
todos los «terroristas, extremistas e ignorantes» que se opongan a su proyecto
de salvación nacional.
¿Nos suena el plan? A mí mucho. Tenemos la suficiente experiencia histórica
para saber qué significa eso. No parece que haya ya muchas alternativas. El
rencor histórico acumulado durante décadas por las fuerzas islamistas parecía
haberse disuelto en su victoria electoral y en esa pragmática reivindicación
teatral, expresada con entusiasmo de neófitos, de la «democracia
parlamentaria». Si se les niega con un golpe de mano lo que han adquirido en
las urnas, ¿no volverá ese rencor, ahora intensificado y legitimado, a una
organización de ideología y tradición muy poco democrática, acostumbrada a la
clandestinidad y tentada muchas veces por la lucha armada? Puede ocurrir que no
sea Siria sino Egipto «la tumba de las revoluciones árabes». En su editorial de
ayer, Abdelbari Atwan, editorialista de «Al Quds», evocaba el «escenario
argelino». Sí, de eso estamos hablando, pero en un país de 80 millones de
habitantes, al lado de Israel, y en un contexto explosivo de crecientes
conflictos sectarios en Siria e Irak. Bachar Al-Assad se puede sentir muy
orgulloso de haber anticipado el nuevo modelo -el más viejo- contra las
amenazas del «terrorismo islámico». Se acabó el asunto. Volvemos a la
«excepción árabe». Mubarak, Ben Ali, Ghadafi, Al-Assad (y nuestros gobiernos
occidentales y nuestros medios occidentales) tenían razón: el mundo árabe no es
democratizable.
Y nuestra izquierda, entre tanto, vitoreando al ejército.
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