Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por Montserrat Álvarez
Antonio
Gramsci analizó un poder simbólico con geografía, iconografía y arquitectura
propias. Tradujo su lenguaje, ubicuo pero mudo, a conceptos útiles para
entender los juegos de la dominación. Y también para denunciarlos. De él hay
que aprender la práctica del pensamiento libre, que define una vida herética,
capaz de enfrentar todos los anatemas.
En
abril, la libertad
Cuando
el joven sardo Antonio Gramsci tuvo que abandonar sus estudios en la
Universidad de Turín por falta de recursos, corría el año 1915. Turín bullía
como centro industrial y foco de organización obrera, y la Primera Guerra
Mundial –la «Gran Guerra», como se la llamó con optimismo en esos días– estaba
a punto de estallar. En Turín trabajó Gramsci como periodista y crítico de
teatro. Se reconocía deudor de Croce tanto como de Marx. Solía ir por las
tardes a las reuniones de la Confederazione Generale del Lavoro. Creó los
periódicos Ordine Nuevo y Unità, dirigidos a la clase trabajadora.
En
1926, Mussolini disolvió el Parlamento. Proscribió la oposición y prohibió sus
publicaciones. En una ola de arrestos, Gramsci, secretario general del Partido
Comunista Italiano, fue juzgado y condenado a veinte años, cuatro meses y cinco
días de prisión.
En la
cárcel de Turi, provincia de Bari, en el extremo sur de la Península, consiguió
en 1929 cuadernos, pluma y tinta. En 1931 –había contraído tuberculosis– sufrió
una gran hemorragia; en 1932 sufrió una segunda. Romain Rolland y Henri
Barbusse, al frente de un grupo de intelectuales europeos, reclamaron su
liberación, con la de otros presos, al régimen fascista. En 1935, Gramsci fue
transferido a la clínica Quisisana, en Roma; fue liberado en 1937, el 21 de
abril, solo para morir unos días más tarde, al alba del 27 de ese mismo mes.
Tenía cuarenta y seis años.
En la
cárcel, había escrito casi tres mil páginas en treinta y tres cuadernos que su
cuñada Tatiana sacó clandestinamente de Italia. Terminada la Segunda Guerra
Mundial, derrotados fascismo y nazismo, la editorial del turinés Giulio Einaudi
publicó en seis volúmenes entre 1947 y 1951 los Quaderni dal carcere (Cuadernos
de la cárcel).
El
concepto de hegemonía
Gramsci
observó que el poder se diversifica en multiplicidades, que el Estado no es su
único ámbito, que el dominio militar, estatal, económico se conjuga con otros,
que la visión del mundo propia del sector social que ejerce el gobierno se
expande a cada uno de los espacios en los que se forjan consensos y que,
gracias a la adhesión de los demás sectores sociales, acaba por imponerse su
visión particular del mundo como universal, y los intereses de la élite
dirigente llegan a ser vistos como intereses de todos. Plasmada esta visión en
el «sentido común» y las prácticas cotidianas, domina sin coerción, y el
análisis de sus manifestaciones es una vía privilegiada para entender sus
procesos de expansión y los poderes políticos y económicos que respalda.
La «hegemonía»,
dominio no violento, lo impregna todo por medio del consenso. Las mil
experiencias y voces dispersas, contradictorias e incompletas, y los conflictos
latentes o patentes de una sociedad se ordenan y jerarquizan de acuerdo a los
términos propios de un grupo social que los universaliza y extiende a todos.
Esto es la hegemonía.
La
dominación abierta y directa se vale del aparato judicial y legislativo, de la
policía, el ejército, la ley. Existe otro tipo de dominación que está en todas
partes: en los libros y la prensa, en las escuelas y las bibliotecas, en el
modo en que la gente mira un auto y en la fachada de una casa, en los nombres
de las calles y de las plazas y en sus rejas.
Gramsci
diseccionó un complejo sistema vivo de dominación simbólica con geografía,
iconografía y arquitectura propias. Tradujo un lenguaje ubicuo pero mudo a
conceptos útiles para entender los juegos del poder, tantas veces inadvertidos.
Y para denunciarlos. Reveló los mecanismos subterráneos que gobiernan las
relaciones desde adentro, esa fuerza que recorre la trama reticular de la vida
y que subordina o impone, excluye o respeta, ese poder ubicuo que tiene sus
propias formas de violencia y sus propias formas de farsa.
Los
juegos ocultos
Por lo
cercano y oportuno del caso, no puedo resistirme a ilustrar la ceguera general
ante muchas de esas formas de violencia y de farsa con el ejemplo del aplauso
cerrado que siguió al discurso, tan ofensivo para las clases «incultas», que
Meryl Streep pronunció dos semanas atrás durante la entrega de los Globos de
Oro. Como dice el sociólogo James Scott, el discurso público «es el
autorretrato de las élites dominantes donde aparecen como quieren verse a sí
mismas» (J. C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia, México DF,
Era, 2000, p. 42). La actriz premiada abofeteó (o «robó cámara», chiste fácil
para aligerar un poco el asunto) a las verdaderas víctimas de una situación
terrible. Si, como señala Stone, «la esencia de la clase social es la forma en
la que tratan a un hombre sus semejantes (y, recíprocamente, la forma en la que
él los trata a ellos), y no las cualidades o las posesiones que provocan ese
trato» (Lawrence Stone, The crisis of the Aristocracy 1588-1641,: Nueva York,
1967, p.8), ese discurso tendría que haber ofendido la sensibilidad de
cualquier persona que se diga de izquierda. O, meramente, humanitaria. No lo
hizo. Más interesante que eso –ya interesante de por sí– fue que, en los días
posteriores –es decir, esta semana–, los críticos a ese discurso fueron objeto de
un repudio tan masivo como fuera de toda proporción. ¿Por qué?
Ni
Clinton ni Trump representan los derechos de los trabajadores; si Clinton
cuenta con el apoyo, no solo de Hollywood o de la prensa, sino de Wall Street,
es porque, aunque impacte a los feministas que sea mujer, y se muestre progre
con los derechos de los homosexuales o la discriminación racial, no representa,
en lo económico, una oposición al establishment: es, en otras palabras, tan de
izquierda como Trump. No cabe esperar de ella los cambios radicales que sí
cabía esperar de Bernie Sanders. El sector social al que pertenece Meryl Streep
(«el más vilipendiado») recibió en su discurso el protagonismo que por derecho
corresponde a los sectores más vulnerables a la amenaza que representa Trump;
negó así las diferencias y ventajas de clase y reforzó este sesgo al desdeñar
la incultura de los votantes de Trump. Reveló en ese discurso que al consenso
en el fondo esos sectores no le importan, que debajo del sentimentalismo del
discurso cultural hegemónico la verdad es que si temen a Trump no es porque
amenace a los inmigrantes pobres, sino porque amenaza un modelo económico que
los beneficia y que Clinton iba a perpetuar. También le temerían a Sanders. Por
eso Sanders no era una opción: porque no lo era para ellos. Por eso con Sanders
se marchó toda esperanza de estas tristes elecciones.
Tal vez
resulte inútil señalar muestras concretas de este poder a quienes no las han
visto ya por su cuenta. Si no las han visto, sin saberlo, han sido sus cómplices;
si les son indicadas, las tendrán que negar en su interior para evitar el
reconocimiento de ese error, y, eventualmente, por el mismo motivo, tendrán que
insultar a quien las señale.
La
noción de hegemonía de Gramsci explica muchos comportamientos de esta índole.
Sobre todo, explica cómo una sociedad puede llegar a verse impregnada y
dominada por los valores de un sector y por qué se consiente ese dominio, algo
desconcertante especialmente por ser un sometimiento que se cumple sin
coerción.
Gramsci,
hoy
Antes
de Gramsci, el sociólogo norteamericano Thorstein Veblen había adelantado una
respuesta con la «emulación», espejo social invertido por el cual el sujeto de
clase media, o incluso trabajadora, el habitante de la periferia, el espectador
anónimo, observan con empatía a la admirada minoría a la que no pertenecen. Por
esa identificación se integran, magia e ilusión de la subjetividad, a la
cultura hegemónica. Después de Gramsci, Edward P. Thompson, entre otros, ha
ilustrado el surgimiento de ídolos populares en las clases dominantes desde la
época victoriana. Autores como Raymond Williams han analizado con conceptos
gramscianos cómo la cultura –filosofía, arte, publicidad, moda– logra que la
hegemonía parezca natural. Esta línea de pensamiento llevará finalmente a
Pierre Bourdieu a ver en el gusto (estético, artístico) una construcción
política que contribuye a mantener el orden social.
Que la
industria cultural (por ejemplo, el cine de Hollywood) crea ideales y valores,
es decir, no solo objetos, ropa, estilos y modales, sino también referentes
morales que universalizan y perpetúan aquella ideología que sostiene un modelo
de producción concreto ni lo digo yo ni es nuevo: lo dicen Adorno y Horkheimer
en La dialéctica de la Ilustración. ¿Los acusaron de rencor, de envidiar a las
estrellas de cine de su época? No lo sé. Si fue así, es irrisorio, irrelevante.
Por defender los intereses de la clase trabajadora y detectar las garras
escondidas del poder, la hegemonía de las élites, en fenómenos y prácticas inocentes
en apariencia, ¿se llamó a Gramsci «resentido»? Si fue así, ese insulto vale
más que cien medallas de guerra.
¿Por
qué señalar cosas que sabemos que serán rechazadas con furia? ¿Y para quiénes
señalarlas? Porque los ataques son consecuencia natural de señalar ciertas
cosas –«Si un enemigo te causa un daño y te lamentas de ello, eres un estúpido,
porque es propio de los enemigos el causar daños» (Cuadernos de la Cárcel,
edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, México
DF, Era, 1999, tomo V, p. 140)–. Y porque si no las señala nadie, serán
cometidas dos veces: primero, al cometerlas, y después, al callarlas.
Ese es
el porqué. ¿Y para quiénes? Para los que tal vez no sospechan el motivo que en
su interior los aleja de la corriente general cuando todos opinan lo mismo
acerca de algo; para los que tal vez se preguntan qué les impide sentirse
cómodos con lo que todos alrededor aceptan; para que no piensen que están
locos, equivocados, solos. Para equivocarnos juntos, para estar locos con
ellos, para que sepan estar solos.
Antonio
Gramsci, nació el 22 de enero de 1891 en la isla de Cerdeña, condenado a la
soledad en las mazmorras del fascismo, muerto el 27 de abril de 1937 en Roma.
De Gramsci hay que aprender la práctica del pensamiento libre que define una
vida herética, capaz de enfrentar todos los anatemas. Olvidarlo es olvidar el
futuro.
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