Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Claudia Salazar
La
escritora peruana Claudia Salazar Jiménez -Premio Las Américas de Novela-, que
reside en Nueva York, cuenta su experiencia en la multitudinaria marcha de
mujeres en Washington en protesta contra el flamante presidente norteamericano.
El
pasado sábado 21 de enero 2017 en Washington se produjo una histórica
movilización de mujeres contra el presidente Donald Trump que generó de forma
global manifestaciones similares en diversas partes del mundo.
Ventanas
destrozadas, tachos de basura quemados, la policía rociando gases lacrimógenos
a los manifestantes. Algunas calles de Washington DC completamente cubiertas
por el humo y la gente corriendo sin ningún orden. El desborde de la
frustración luego de la jura de Donald Trump como presidente de los Estados
Unidos el mediodía del viernes 20 de enero. Este fue un panorama muy distinto
al del día de ayer.

Según
lo que pude ver, el millón es un número más cercano a esta explosión de
indignación y reclamo. Un millón de voces. El día comenzó a las 4.30 de la
madrugada en Nueva York, todavía con el cielo oscuro, desde donde abordamos los
buses que nos llevarían a la marcha.
Curiosamente,
mi bus llevaba el nombre de “Bus de los artistas” y era uno de los muchos que
se lanzarían a la carretera a las 5 de la mañana, en una caravana llena de
feministas adormecidas. La llegada a DC estaba programada para las 10, hora
oficial del inicio de la marcha, con una asamblea donde participarían
personalidades reconocidas, activistas, artistas y celebridades. La mañana nos
sorprendió en pleno tráfico de la carretera. La carretera estaba llena de buses
cuyo interior rebosaba de personas con carteles. ¡Todos iban a la marcha!
Quizás
nos despertó el cambio de velocidad del bus, la sensación de que avanzábamos
más lento o de que casi no lo hacíamos. Aunque suene contradictorio, el cuerpo
no sólo se irrita por la velocidad, también es susceptible a la lentitud. La
vida reclama seguir avanzando. Y de pronto, una marea rosada. La ola de “pussy
hats” nos dio la bienvenida a Washington. Muchas mujeres de diferentes ciudades
del país tejieron para sí mismas y para sus amigas y compañeras de la marcha unos
gorros de mil tonos de rosa, con dos orejitas que simulaban un gato (también
llamado “pussy” en inglés, palabra que también denomina los genitales
femeninos, la “concha”).
Los
pussy hats eran democráticos, no discriminaban por edad, orientación sexual,
raza, había tantos tonos de rosado como grupos de manifestantes. Pussy hats
como respuesta indignada a la infeliz frase del ahora presidente Trump, quien
dijo a las mujeres que había que “agarrarlas por la concha”. Bajamos del bus y
uno de los primeros afiches decía “No vas a agarrar ni mierda”, en letras
doradas llevado por tres chicas totalmente agatunadas.
No
solamente el gorro, sino las máscaras, la pose, colas, sus cuerpos gritando
rotundamente ¡NO! al desprecio misógino mostrado por Trump durante su campaña
electoral. Otras amigas llegarían luego en otros buses, y confiábamos en
nuestros teléfonos y las redes sociales para encontrarnos. Así que nos
dirigimos al punto de inicio de la marcha, en el cruce de la Avenida
Independencia y la Calle Tres.
La
marea humana era impresionante, no solo por su cantidad sino por su diversidad.
Los carteles expresaban, en diversos tonos y estilos, los reclamos y
preocupaciones de quienes habíamos decidido participar, poner el cuerpo en la
capital del imperio. La palabra “feminista” se repetía en remeras, banderolas,
carteles, dibujos. ¿No decían que era una palabra que provocaba miedo y hasta
rechazo? “Mi cuerpo, mi decisión”, invocaban unas jóvenes universitarias que
venían desde Austin y marchaban por defender su derecho a elegir y a tener
acceso a Planned Parenthood, una organización sin fines de lucro que brinda
acceso a salud reproductiva de las mujeres. Trump y los congresistas
republicanos tienen en la mira retirar los fondos estatales que recibe esta
institución, lo que dejaría sin cobertura a mujeres de escasos recursos.
“Somos
viejas mujeres repugnantes” (Nasty old women) reclamaban las remeras rosadas de
tres señoras que ya eran veteranas de las luchas feministas de los años sesenta
y que ven con temor una amenaza a estos derechos con el gobierno de Trump. Si
los pussy hats fueron el objeto símbolo de la marcha, la frase “Nasty woman”
(mujer repugnante) se convirtió en el emblema. En plena campaña presidencial,
Trump no supo qué responder a las ideas de Hillary Clinton durante un debate y
sólo atinó a llamarla “Nasty woman”.
Desde
allí, lo repugnante ha sido recuperado por los movimientos feministas y se ha
vuelto
un significante que las mujeres llevan con orgullo: “Las mujeres repugnantes siguen luchando”, “Las mujeres repugnantes consiguen hacer las cosas”, “Sigue siendo repugnante”, y así en ciencia de carteles y hasta bandas que llevábamos como si fuéramos ganadoras de concursos (abyectos) de belleza.
un significante que las mujeres llevan con orgullo: “Las mujeres repugnantes siguen luchando”, “Las mujeres repugnantes consiguen hacer las cosas”, “Sigue siendo repugnante”, y así en ciencia de carteles y hasta bandas que llevábamos como si fuéramos ganadoras de concursos (abyectos) de belleza.
La
marea humana no nos permitió llegar al inicio de la marcha, pues se iba
haciendo más compacta a medida que nos acercábamos a la avenida Independencia.
Por la calle tres fue imposible, así que intentamos por la calle seis, donde
habían colocado una pantalla gigante. En ese momento, daba un discurso Gloria
Steinem, una de las lumbreras del feminismo estadounidense, desbordada ella
misma por esa multitud que seguía creciendo y ovacionándola. En su discurso
reconoció la potente energía de los manifestantes, la clara respuesta frente al
nuevo presidente. Más ovaciones.
Y dijo
también algo fundamental, que es importante poner el cuerpo y no solamente
“hacer clics”. Más ovaciones. En ese momento me di cuenta de que no había
cobertura de Internet. Como si fuera un conjuro de la Steinem, no más clics, ni
tweets, ni Facebook. Puro cuerpo. Piernas para seguir marchando, piel para
seguir aguantando el frío, brazos para levantar nuestros carteles. La avenida
Independencia se resistía, y ya que era central en la ruta de la marcha, había
que entrar en ella. Mientras tanto, sus márgenes, las avenidas paralelas veían
también la marcha sin la celebridades. Un niña llevada en hombros por su padre
con el cartel “Ya es suficiente.
Soy
suficiente; una madre y su hija compartiendo “Pelea como una chica”; un niño de
ojos brillantes reclamando “Protejamos a los niños trans”; la joven
afroamericana sin pussy hats pero con los bigotes gatunos dibujados sobre el
rostro; el chico de falda y su “bésame, soy queer”; diversidad de reclamos,
diversos motivos por los que estábamos allí. La diversidad también se organizó
paralelamente en grupos de tambores. Uno muy especial fue el grupo Batala, de
DC. Se alinearon a un lado de la acera y bajo la dirección de una mujer que
parecía salida de una película hippie (vestido delicado, ¿cómo no sentía frío?)
impregnaron el aire húmedo de la resonancia de sus tambores. Ligeros al inicio,
y cada vez más potentes, más y más hasta que los cuerpos se convertían en una
extensión de esas vibraciones.
Los
cuerpos eran percusión y el frío se volvía nada, mientras que detrás de la
banda un cartel resumía la escena: “Solamente amor”. Otro intento por entrar en
la Independencia; pero los márgenes ya había hecho lo suyo: la marcha tuvo que
cambiar su ruta. En ese momento, la internet se reactivó y entró el mensaje de
una amiga: “Claudia, que está pasando, no estamos avanzado aquí. Estamos cerca
del estrado”. Iba a responder y la red de cayó nuevamente. Pasó eso, el
desborde. Pasó que la ruta Pre establecida no pudo contenernos. Ni a los
musulmanes repitiendo “No somos terroristas”, ni a los afroamericanos con su
combativo “Black Lives Matter”, ni a los latinoamericanos con carteles escritos
en español “Los migrantes no somos violadores”.
Menos
aún a los niños que corrían envueltos en las banderas del arco iris y a los
miles de hombres que caminaban al lado de sus esposas, amigas madres, abuelas,
con carteles “Yo apoyo lo que digan ellas” y flechas señalando a todas las que
marchábamos. O a aquel chico delgado con pinta de rockero “Los hombres de
calidad no temen la igualdad”.
Dentro
de su ritmo pacífico, hubo también espacio para el disenso y las
manifestaciones medievales en medio de la marcha: grupos religiosos
conservadores que nos llamaban pecadoras y abominación, leyendo en voz alta
pasajes bíblicos y conminándonos a regresar a nuestro rol natural de santas
mujeres, adjudicado por el buen señor de los cielos, y carteles repitiendo lo
mismo; se acercó una mujer con flores y el lema “Querido Blanco supremacista
patriarcal.
No
somos nosotras, eres tú. “¡Lárgate!”. Y a pocos metros, uno de ellos llevando
orgulloso su cartel: “El feminismo es una rebelión”. Todas pasamos a su lado y
nos tomamos fotos con él, sonrientes.
En su
ignorancia conservadora, el tipo lo había dicho todo.
y Twitter: @escuelanfp
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