Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Independientemente de cuál sea el
desenlace final del actual conflicto provocado por los cooperativistas mineros,
hay suficientes elementos ineludibles para el análisis. Los cooperativistas
mineros —“empresarios informales” como alguien los ha llamado— fueron en sus
inicios una pesada herencia de las políticas neoliberales que se empeñaron en
arrinconar y destruir el sector estatal de la minería, entregando la explotación
de yacimientos mineralizados a grupos organizados de trabajadores, como una
forma de soslayar responsabilidades, tanto en el orden social como en las
inversiones y en las tareas de prospección y exploración.
En la mayoría de los casos, las cooperativas
mineras empezaron a trabajar con métodos rudimentarios, configurando en muchos
casos un retroceso tecnológico de siglos. Solo para poner algunos ejemplos: de
las perforadoras de aire comprimido se pasó al combo y al barreno manual; de
las lámparas eléctricas, a las de carburo; de los carros sobre rieles movidos
con energía eléctrica, a los sacos metaleros cargados al hombro; de las plantas
concentradoras, a los quimbaletes manuales para moler el mineral. Estos cambios
significaron también, hay que recalcarlo, un drástico aumento de la inseguridad
laboral, con su secuela de accidentes mortales y el incremento de las
enfermedades profesionales.
En los últimos tiempos el sector
cooperativo minero creció en proporciones gigantescas y contribuye a las exportaciones
mineras con el 30% (el sector estatal lo hace apenas con el 8%, en tanto que el
sector privado y transnacional aporta el 62% restante). Si bien ha recibido un
fuerte apoyo del Gobierno actual, no ha logrado superar las formas
semiartesanales de trabajo, tiene los índices más bajos de productividad de la
minería. Pero, por eso mismo, absorbe una inmensa cantidad de mano de obra y se
ha convertido en una fuerza social y política de un peso considerable (serían
150.000 los cooperativistas, según los dirigentes, no está claro el volumen ni
las características de la mano de obra asalariada que emplean, a la que niegan
su derecho a sindicalizarse).
El hecho es que este sector ha
desarrollado intereses corporativos exclusivistas y tiene una dirigencia capaz
de vender su alma al diablo para imponerlos.
Durante el auge de los precios altos
obtuvo suculentos beneficios, ahora que los tiempos son otros no quiere
perderlos. Asimismo, hay posiciones de poder en el aparato estatal que las cree
inamovibles.
Pretextando un cambio, al parecer no
claramente consensuado en la Ley de Cooperativas, tales dirigentes han
desencadenado una movilización con demandas exorbitantes no solo para mantener
y ampliar sus privilegios, sino totalmente contrapuestas a la Constitución, a
la Ley Minera y a los principios cooperativistas contrarios a las finalidades
de lucro. Quieren nuevas concesiones mineralizadas, permiso para asociarse con
empresas transnacionales, fondos crediticios sin control alguno, supresión de
controles ambientales, y cosas por el estilo. Y lo peor, practicando formas
criminales de bloqueo, toma de rehenes, agresión y violencia a las fuerzas del
orden, a viajeros, transportistas y a poblaciones locales. Desde donde se mire
el asunto, los daños son inconmensurables y el país en su conjunto tendrá que
pagarlos. Es duro decirlo, pero si a esos dirigentes no se les obliga a asumir
mínimamente sus responsabilidades, seguirá cumpliéndose el viejo adagio de que
quien cría cuervos, se expone a que le arranquen los ojos.
Es
periodista
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