Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Verónica Córdova
Así siempre es... Eso decía una señora que caminaba por la carretera con su bulto a la espalda y su guagua en brazos y cadera. Como miles de otros, se había quedado varada a mitad de camino por el bloqueo y debía llegar a su destino atravesando el fuego cruzado de gases lacrimógenos, piedras y dinamitas lanzadas a hondazos.
Así siempre es. Así siempre ha sido. La violencia y la irracionalidad vuelan por encima de quienes deben seguir caminando, seguir trabajando, seguir vendiendo, seguir sobreviviendo aunque la vida se les vaya en ello. Recuerdo febrero de 2003, mientras policías y militares se disparaban unos a otros y las balas volaban en todas direcciones en la plaza Murillo, un muchacho chalequero seguía ganándose la vida alquilando su celular a periodistas y curiosos.
Cuando la carretera está bloqueada, no tarda en salir el motoquero o el bicicletero que lleva y trae a la gente por una no tan módica suma.
Así siempre es, nos hemos acostumbrado tanto a la violencia y a la irracionalidad que, como camaleones, nos acomodamos a sus colores: bajamos de la flota y caminamos atravesando las líneas enemigas con nuestros bultos y nuestras guaguas. Llevamos bicarbonato en el bolsillo para enfrentar los gases lacrimógenos. Ya no nos sobresalta el dinamitazo en plena ciudad o plena carretera. Nos hemos acostumbrado tanto a la violencia que hay incluso quienes la salen a buscar para ganarse la vida o lucrar de ella.
Hemos naturalizado tanto la violencia que nos hemos dado el lujo de permitir el uso de dinamita en festejos y en manifestaciones, justificando que es parte de nuestra tradición y nuestra idiosincrasia. Y, como tradición nomás, luego la dinamita encendida se la sujeta en una honda y se la lanza contra la humanidad de los oponentes. Y, como parte de nuestra idiosincrasia, llegan inevitablemente los muertos y no se sabe si creer a la Policía que afirma no haber usado armas de fuego, o sospechar del bando de las víctimas, porque ya hemos llegado a un punto en que nadie ni nada está fuera de sospecha.

Así siempre es, muchas veces hemos visto autoridades, policías, funcionarios o transeúntes retenidos contra su voluntad, tomados como rehenes para forzar una solución o doblar el brazo. Lo que nunca había sido es que la irracionalidad se lleve, en actos y no solo en amenazas, hasta las temidas “últimas consecuencias”. Lo que nunca había sido es que la violencia se desborde hasta el punto de asesinar al rehén, así como se tortura y se mata a los ladrones o borrachos que ignoran la advertencia colgada en el pecho de un muñeco de trapo.
Cuando tanta irracionalidad y tanta violencia son vistas como algo normal, que siempre es y ha sido, se ha llegado hasta el punto de no retorno, al borde del abismo donde nos miramos sin saber cómo detener la caída en la más completa indefensión: no hay racionalidad, no hay justicia, no hay paz, no hay comunidad, no hay patria, no hay diálogo.
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