Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Ariel Dorfman
Chilli:
el fin del mundo. Los aymara designaban así, con ese nombre, al territorio que
hoy es la república de Chile, significando un lugar tan lejano y apartado que
en ese confín se acababa la tierra.
Después
de este verano que mi mujer y yo estamos pasando en Santiago se me ocurre, sin
embargo, que subyace a esa palabra originaria otra posible definición, quizás
profética: Chile como el límite donde lo que se acaba no es el espacio, sino
que el tiempo, los días que a la tierra le quedan en poder de los humanos.
Nunca
han descendido sobre este país meridional tantas catástrofes naturales
seguidas. Por una vez, no se trata de los terremotos y tsunamis que nos han
asediado desde siempre. Estamos acostumbrados a levantarnos después de cada
cataclismo, capaces de renovar empecinadamente la esperanza de que podremos
sobrevivir a todo acoso de la naturaleza.
Pero lo
que viene sucediendo desde que llegamos a Chile a principios de enero es una
serie de desastres creados por nuestra propia especie, conectados directamente
al calentamiento global que tantos en los lejanos Estados Unidos están
dedicados a negar con una obstinación inverosímil.
Primero
vinieron los incendios forestales, la mayoría de ellos al sur de Santiago. No
existen precedentes para tantas hectáreas –miles de miles– reducidas a
escombros. La conflagración, que mató a residentes y ganado, devastando aldeas
enteras y quemando árboles centenarios además de numerosos bosques cultivados
para la exportación, solo pudo contenerse cuando arribaron desde el extranjero
aviones supertanker (Boeing e Ilyushin) que pudieron descargar toneladas de
agua sobre las zonas afectadas.
Aquellos
que no estábamos amenazados en forma inmediata por las llamaradas infernales
sufrimos otras consecuencias. El aire acá en Santiago, envilecido de humo y
cenizas, se hizo irrespirable, una situación agravada por temperaturas
inusitadamente elevadas que no disminuían de noche, como solía ser habitual
acá. Ni siquiera tuvimos, entonces, el consuelo del frescor nocturno que en
veranos pasados ayudaba a enfrentar los calores del día siguiente con energía y
vivacidad.
Rogábamos
de que lloviera, por mucho que supiéramos de sobra que jamás llueve en la
región de Santiago a lo largo de los meses de enero y febrero. Tal
circunstancia hace muy agradable hallarse acá durante este período: es fácil
planificar de antemano todo tipo de eventos al aire libre, organizar una vida
cuyo ritmo regular llega incluso a aburrirnos. Lo que siempre fue una bendición
ha terminado por ser, sin embargo, una circunstancia que sentimos ahora, con
tanto calor inédito y bosques humeantes, casi como si fuera una maldición.
Y, de
pronto, sobrevinieron sorpresivamente las lluvias, no en las zonas donde los
incendios seguían apareciendo en forma esporádica, sino que en los glaciares de
los Andes mismos, y con tal furia que los ríos se han desbordado y aluviones de
barro y despojos, han caído sobre valles y poblados, puentes y caminos. Como un
diluvio semejante nunca había sucedido en los meses estivales, las procesadoras
de agua no estaban preparadas para la emergencia. Esto ha dejado a millones de
chilenos sin agua potable en sus hogares y negocios: no hay qué beber, cómo
cocinar o lavarse o refrescar las plantas. Frente a los centros de distribución
se forman incesantes filas de usuarios con bidones, botellas, receptáculos de
todo tipo.
Una
plaga: primero, tanto fuego que es imposible respirar; enseguida, tanta agua
que es imposible beber.
¿Y
ahora, qué?
Anuncian
que muchas playas de Chile deben cerrarse debido a la invasión de armadas de
medusas azules, las temibles “fragatas portuguesas”. Y se nos cuenta que la
fisura gigante de Larsen ha crecido exageradamente en la Antártida, aumentando
la probabilidad de que se desprenda un iceberg de miles de kilómetros cuadrados
y se desplome en el mar, un pedazo tan colosal de hielo que, a medida que se
vaya derritiendo, habrá de transformar la ecología y nivel de los océanos. Y
Chile, era que no, en vista de la contigüidad con la Antártida (cuya soberanía
comparte con otras naciones), será una de las primeras víctimas.
Lo
único auspicioso que se puede decir acerca de esta situación ruinosa es que
este país no ha cerrado sus ojos ante lo que se cierne sobre nuestros campos,
bosques, agua, costa. Todos los habitantes –y me refiero a todos, desde la
extrema izquierda hasta la extrema derecha– comprenden que en este último
confín del mundo estamos presenciando una hecatombe de proporciones épicas que
presagia el fin irremediable de ese mundo tal como nuestra especie lo ha
conocido desde su surgimiento, y que todos debemos emprender algo igualmente
épico, una hazaña desmesurada,si queremos cambiar nuestro destino antes de que
sea demasiado tarde.
Pero
también entendemos que somos un país pequeño, y que esa transformación
primordial depende sobre todo de otros actores internacionales. Serán otros
quienes determinen, en forma global, nuestro futuro.
Lo que
es, entonces, de veras intolerable, mientras rugen los incendios, y la lluvia
cae a torrentes en la época del aòo cuando no debería caer una gota, y los ríos
se abruman de barro y la Antártida se hace pedazos, lo que me enfurece y
desespera es que justo en este momento aciago en la historia natural de Chile,
justo ahora estoy forzado a contemplar cómo el gobierno de los remotos Estados
Unidos, ese país donde con mi mujer vivimos la mayor parte del aòo, está a
punto de cortar los recursos y anular las regulaciones ecológicas que, aunque
insuficientes, constituían pasos progresistas necesarios para garantizar un
porvenir más limpio y sano.
Y,
estando a punto de retornar a nuestro hogar en los Estados Unidos, nuestros
amigos y familiares acá en Chile, nos preguntan, una y otra vez: ¿Acaso puede
ser cierto? ¿Puede ser cierto que Trump esté preso de una estupidez tan suicida
como para negar que exista el cambio climático, tan demente como para instalar
como su zar del medio ambiente a un enemigo de la madre tierra? ¿Puede
encontrarse tan encandilado por la avaricia ciega de la industria de la
extracción energética, tan ignorante de la ciencia, tan monumentalmente
altanero, que no se da cuenta que nos estamos acercando, que él nos está
acercando, al apocalipsis? ¿Puede ser cierto?, preguntan y vuelven a preguntar,
atónitos.
Y la
respuesta, para nuestro infortunio, es que sí, que es, tristemente, más que
cierto.
* El
último libro de Ariel Dorfman, autor de La Muerte y la Doncella, es la novela
Allegro.
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