Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Alejandro Fierro
El
pasado 7 de febrero, José Luis Rodríguez Zapatero comparecía ante los medios de
comunicación en Santo Domingo. La sorpresa del expresidente del Gobierno
español era visible. Aún más su enfado. Con gesto adusto y voz firme, Zapatero
realizaba unas declaraciones inusualmente duras para los modos de la
diplomacia, mucho más si se tiene en cuenta su papel de mediador en las
negociaciones entre el Gobierno presidido por Nicolás Maduro y la derecha
venezolana que se llevaban a cabo en República Dominicana desde hacía varios
meses.
“Nadie, nadie, nadie, ni dentro ni fuera de
Venezuela ha puesto un plan alternativo a un acuerdo razonable para ir a un
proceso electoral y para respetar la convivencia democrática”. Con estas
palabras, Rodríguez Zapatero cuestionaba duramente la decisión en el último
momento, y en contra del clima que había reinado en las últimas rondas
negociadoras, de la delegación de la derecha de no firmar el acuerdo. El
documento contemplaba, entre otros puntos, un cronograma y una metodología
electoral, la constitución de organismos conjuntos para abordar la crisis
económica y el esclarecimiento del ciclo de violencia política acaecido en
2017.
Era
evidente que la negativa de la derecha a suscribir el acuerdo comprometía las
elecciones presidenciales, que en ese momento estaban programadas para el 22 de
abril –posteriormente se fijarían para el próximo 20 de mayo- pero que el
calendario establecía que debían llevarse a cabo a lo largo de 2018, año en el
que expira el mandato de Maduro, iniciado en 2013.
La
celebración de los comicios no era una cuestión menor. El chavismo ha pivotado
su discurso en la legitimación electoral: 27 citas con las urnas –entre
elecciones y diferentes referendos- desde 1998. Es el pueblo venezolano quien
en última instancia elige al presidente y al resto de cargos electos. Y, aunque
la derecha utiliza de forma recurrente las acusaciones de fraude, nunca ha
puesto sobre la mesa pruebas concluyentes al respecto. Más parece una
estrategia propagandística que una denuncia real.
La
derecha, por tanto, renunciaba a la vía electoral para conseguir su objetivo de
derrocar a Maduro. No era la primera vez que optaba por el absentismo
electoral. En 2005, boicoteó las elecciones parlamentarias y hace menos de un
año tampoco concurrió a los comicios para elegir a los miembros de la Asamblea
Constituyente. En ambos casos, sus previsiones de que una postura de fuerza
conllevaría un escenario negativo para el chavismo fracasaron. Ya había
precedentes. De 2005 a 2010 una Asamblea compuesta tan sólo por diputados
chavistas legisló durante todo el periodo completo y lo mismo está haciendo
ahora la Asamblea Constituyente.
Misma
estrategia, iguales resultados
Analizada
con perspectiva, la estrategia actual de la derecha es coherente con lo que ha
sido su trayectoria desde que Hugo Chávez ganara sus primeras elecciones en
1998. Más allá de la eficacia de sus decisiones, lo cierto es que el abandono
de la vía legal y la opción por caminos alegales o, incluso, abiertamente
ilegales ha sido recurrente. El golpe de Estado de 2002 o el sabotaje a la
industria petrolera entre ese mismo año y el siguiente -con unas pérdidas por
la paralización de la venta de crudo estimadas en más de 3.500 millones de
dólares y una contracción del PIB del 9,2%, según cifras del Banco Central de
Venezuela, fueron las primeras acciones en este sentido. Los movimientos de
desestabilización callejera de 2014 y 2017 –las denominadas “guarimbas”, en la
jerga local- y su corolario de asesinatos eran una continuación de las mismas
acciones alegales/ilegales, ahora bajo la Presidencia de Nicolás Maduro. El
boicot a los comicios del 20 de mayo es el último peldaño de una misma escalera
estratégica.
Ahora
bien, si lo acertado de una propuesta estratégica se mide por sus resultados,
no cabe duda que las decisiones de la derecha no han cumplido las metas
previstas. Veinte años después, no han logrado su objetivo declarado, que no es
otro que desalojar al chavismo del poder.
Quizás
sea por su extracción de clase –los líderes derechistas pertenecen a los
estratos medios altos o directamente altos- o por haber asumido por completo el
marco de la polarización extrema, lo cierto es que tradicionalmente la élite
dirigente de la derecha ha tenido muchas dificultades para leer el momento
histórico del país. Diríase que la realidad social va por un lado y su
estrategia por otro. Los episodios de altercados callejeros promovidos desde la
derecha son un buen ejemplo. Ya en 2014, la violencia fue ampliamente repudiada
por los venezolanos. Hasta un 80% rechazaba las denominadas “guarimbas”, según
una encuesta de GISXXI. Las movilizaciones de 2017 generaron aún más repulsa,
si cabe. El linchamiento y la quema de personas vivas por la mera sospecha de
ser chavistas impactaron sobremanera en la opinión pública. Buena parte del
país, no necesariamente simpatizante del chavismo, se preguntaba hasta qué
punto se había llegado. De nuevo, una inmensa mayoría se mostraba disconforme con
la estrategia de la derecha.
Si
la mayor parte de los venezolanos está en contra de la violencia como
instrumento de cambio, entonces sólo caben dos opciones. O la negociación entre
las partes enfrentadas o dar la voz al pueblo para que decida mediante el voto.
La primera de las posibilidades fue cercenada súbitamente por la derecha, como
se relató al principio de este artículo. De nuevo, el liderazgo derechista
tomaba un camino diferente al que marcaba la calle. Hasta un 84% cree que es
necesario el diálogo entre Gobierno y oposición5, según un sondeo de opinión de
la consultora Hinterlaces.
La
disociación entre las decisiones opositoras y el sentir de la ciudadanía se
vuelven a poner de manifiesto en la vía electoral. Según una encuesta de
Datincorp6 del pasado mes de abril, un 68% entiende que un cambio en Venezuela
debe darse a través de unos comicios. Incluso entre los opositores declarados,
de acuerdo a este informe, la tendencia mayoritaria –más del 50%- es la de
acudir a las urnas, mientras que tan sólo un 20% de los simpatizantes de la
derecha apuestan por derribar al Gobierno por la fuerza.
A
pesar de los datos demoscópicos sobre la percepción generalizada de la
conveniencia de acudir a la vía electoral, y del diálogo y la negociación como
forma de afrontar la crisis, la derecha decidió optar por el boicot a los
comicios. En el fondo, la decisión es coherente con el objetivo que persigue
desde aquel primigenio triunfo de Chávez de 1998. Si su meta fuera desalojar al
chavismo del poder, algo sumamente legítimo en el juego democrático, entonces
no se entendería su ausencia electoral. Sería una estrategia suicida.
Sin
embargo, la trayectoria que la derecha venezolana sigue desde aquel golpe de
Estado de abril de 2002, dista mucho de buscar un relevo en el poder. Su
verdadero objetivo es eliminar por completo al chavismo, hacerlo desaparecer
como movimiento y como identidad política, y reconstruir el escenario
partidista sin la presencia de quien lo ha hegemonizado durante casi dos
décadas.
Se
puede argüir que tal pretensión es una quimera. El chavismo concita a una base
fiel de votantes que, en los peores momentos, como en las elecciones
legislativas de 2015 celebradas en el contexto de la gravísima crisis económica
actual, superó los cinco millones de votos –más del 40% de los sufragios- y que
con facilidad se dispara hasta los siete u ocho millones. Además, presenta una
sólida implantación territorial con una capilaridad que llega hasta la última
aldea del interior del país.
Parece
difícil erradicar esta fuerza política de la noche a la mañana. Aun así, todos
los pasos que viene dando la derecha demuestran su perseverancia en un empeño
que sólo el tiempo dirá si fue fútil o no. Es en este marco donde cobran
sentido los anatemas de sus dirigentes, que no sólo se centran en vaticinar una
cárcel segura para el liderazgo rival en un supuesto escenario postchavista,
sino que sus amenazas se extienden hasta las bases por el mero hecho de
trabajar para la administración pública o pertenecer a un consejo comunal o a
un colectivo. Dicho afán revanchista llegó al extremo de proponer invalidar
todas las titulaciones emitidas por universidades creadas en el chavismo,
privando así de su calificación académica a decenas de miles de jóvenes7.
Un
nuevo escenario político
Más
allá de la factibilidad de esta estrategia, lo cierto es que se ha vuelto a
cumplir el axioma de que en política no hay espacios libres. El lugar que
abandona una fuerza, de inmediato es ocupado por otra. La arena electoral no ha
quedado vacía, como planeaba la derecha para así poder denunciar la
ilegitimidad de los comicios.
El
primero en dar un paso adelante fue Henri Falcón. Era el tipo de candidatura
más temida por la derecha, puesto que golpeaba en toda la línea de flotación de
su estrategia. Falcón no es un candidato menor. Tras hacer su tránsito de las
filas del chavismo a la derecha, y firmemente asentado en el que fuera su feudo
del estado de Lara –donde fue gobernador desde 2008 hasta 2017, año en el que
fue vencido por la candidata chavista Carmen Meléndez-, escaló posiciones en la
intrincada maraña de intereses contrapuestos que es la frágil alianza
opositora. Alcanzó su cumbre cuando fue designado jefe de campaña de Henrique
Capriles en las elecciones presidenciales de abril de 2013, ganadas por Nicolás
Maduro. Sucedía en el puesto al mismísimo Leopoldo López. Incluso, tras la
derrota de Capriles, se llegó a hablar del entonces gobernador de Lara como
nuevo cabeza de cartel del conglomerado opositor.
Prueba
de cómo su candidatura ha supuesto un auténtico aldabonazo para los planes de
la derecha es que tiene que dedicar más tiempo a defenderse de los ataques de
sus antiguos correligionarios que a criticar a su oponente Maduro. De hecho,
buena parte de las preguntas de los entrevistadores tanto a Falcón como a los
dirigentes derechistas giran en torno a este enfrentamiento.
Un
segundo actor inesperado ha contribuido a profundizar aún más el previsible
fracaso del boicot electoral. La candidatura del pastor evangélico Javier
Bertucci, recibida en un principio como algo anecdótico y sin mayor
trascendencia, ha ido ganando aceptación hasta el punto de que muchas encuestas
le otorgan un 10% de los votos y una tendencia ascendente. Con un mensaje
conciliador y de unidad, y evitando las proclamas de tierra quemada y venganza
en caso de victoria, este líder neopentecostal ha ido encontrando su hueco. Las
candidaturas rivales, tanto la de Nicolás Maduro como la de Falcón, se
mantienen a la expectativa acerca de a cuál de ellas puede quitarle más votos.
Con
un tablero compuesto por tres candidatos de relevancia, con independencia de la
intención de voto de cada uno –más otros dos contendientes, estos sí,
totalmente testimoniales- es difícil sostener que las elecciones están viciadas
de origen. No parece previsible tampoco una abstención mayoritaria. Todas las
encuestas señalan una participación superior al 60%. Cuando en países como
Colombia y Chile a duras penas vota algo más del 40% del electorado, el
argumento de la abstención cae por su propio peso.
Ante
este escenario imprevisto, la derecha ha reaccionado de forma cuando menos
desconcertante para sus simpatizantes. Con una política comunicacional confusa,
la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), la concertación que ha vehiculado la
oposición estos años, daba paso a un autodenominado Frente Amplio que engloba a
un supuesto chavismo disidente. Los vaivenes orgánicos han terminado por
despistar a buena parte de la base opositora. Este pasado viernes, 27 de abril,
el Frente Amplio convocó una jornada de protesta que pasó completamente
inadvertida.
Un
sector de la derecha sigue confiando en la presión exterior. Con el dirigente
de Primero Justicia Julio Borges como cabeza más visible, las apelaciones a la
acción internacional aparentan ser el último recurso de la oposición
tradicional. Sin embargo, el contexto interior y el exterior cada vez parecen
más divergentes.
El
escenario electoral
La
campaña electoral, con su dinámica de intensificación de la comunicación
política, juega en contra de los planes de la derecha. La inercia lleva a los
medios –con independencia de su alineamiento partidista- a centrar el foco en
los tres principales candidatos en liza. La imagen de Maduro, Falcón y Bertucci
se cuela día a día en los hogares venezolanos. El debate público gira en torno
a la confianza que inspiran los contendientes o la viabilidad de sus
propuestas. Las calles se llenan de cartelería con los rostros electorales. Es
el gota a gota que construye, de forma imperceptible pero imparable, la
hegemonía. Los actores extraelectorales quedan arrinconados y su mensaje pasa a
ser una nota a pie de página.
Es
simplista pensar que la oposición tradicional va a desaparecer. Mantiene
todavía un sólido apoyo y, sobre todo, una inagotable financiación, tanto a
partir de recursos propios acumulados durante décadas como fuentes externas.
Pero lo cierto es que las elecciones del 20 de mayo van a reconfigurar el
escenario partidista. Nuevos protagonistas se han asentado en el flanco de la
derecha. Con un discurso menos beligerante, pero con una agenda socioeconómica
que en último término resultará funcional al neoliberalismo, estos actores
pareen decididos a quedarse.
Está
por ver cuál será el camino que tome esa oposición tradicional. La tentación de
volver a agitar la calle siempre está presente, a pesar del masivo rechazo de
los venezolanos a la violencia, como demuestran las encuestas. En cualquier
caso y sea cuál sea el resultado electoral, el juego partidista en Venezuela
experimentará un cambio radical con respecto al de los últimos 20 años.
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