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El fútbol, un modo de asumirse boliviano


Por: Fernando Mayorga
Existe un lazo muy fuerte entre el fútbol y la identidad nacional porque, en cierta medida, el fútbol es el deporte más atractivo y masivo; simbólicamente expresa un “enfrentamiento” entre países y, por eso, en un partido se pone en juego el orgullo nacional, la historia, la tradición; porque hay un “seleccionado”, es decir, una suerte de élite representativa que está, precisamente, representando a la comunidad nacional, en una época en la cual, fruto de la globalización, los lazos y el sentido de pertenencia a la comunidad nacional se han debilitado. Entonces, una ruta por la cual se mantiene y refuerza esa identidad nacional es el fútbol.
Cuando juega la selección, todos los hinchas de uno o varios equipos (porque los bolivianos, como todos los hinchas del planeta tenemos equipos en nuestro país y también en Argentina, Inglaterra, España, etc.) subordinan esa diversidad identitaria a una identidad común, a un interés general que representa el equipo nacional.
Un ejemplo interesante es lo que sucedió con Serbia-Montenegro, hace una par de copas mundiales. Cuando se disolvió Yugoslavia, surgieron varios estados a partir de identidades étnicas o religiosas: croatas, bosnios, serbios, etc. Resulta que había un Estado denominado Serbia-Montenegro, cuyo equipo se clasificó al Mundial de fútbol, pero en el tiempo transcurrido entre las eliminatorias de clasificación y la realización del Mundial se realizó un referéndum que disolvió esa asociación y cada Estado fue por su lado. Entonces, se produjo un debate acerca de cuál de los países iba a participar en el Mundial. En este caso, “por razones deportivas” tuvieron que mantener la identidad anterior comunitaria de Serbia-Montenegro, y así asistieron al Mundial. Esa es la fuerza del fútbol: dos países, un equipo (parafraseando a Laura León). Esa capacidad de convocatoria nacionalista se exacerba cuando un país débil vence a un país poderoso futbolísticamente; adquiere una importancia mayor, porque crea, fortalece o ratifica, un sentido de pertenencia comunitaria que se da de manera esporádica; de mala manera, en la guerra, y de buena manera, en el fútbol, una disputa “a muerte” pero que dura 90 minutos.
Basta recordar, por ejemplo, la victoria de Senegal frente a Francia, en otro mundial, que fue una especie de “revancha” del país africano por todo el periodo colonialista bajo el yugo francés. Y tal fue la convocatoria nacionalista que el festejo se convirtió en una marcha por las calles de la capital de Senegal con su Presidente parado en el techo de su auto, llevando en una mano la bandera de Senegal y en la otra… un balón de fútbol, en un acto cuasi religioso. O, en México 86, cuando Argentina le ganó a Inglaterra por  2-1 con los dos goles de Maradona “con la mano” y fue una victoria deportiva con múltiples connotaciones nacionalistas por lo que había sucedido en la Guerra de las Malvinas al principio de esa década. No recuperaron las Malvinas, pero los argentinos festejaron esa victoria como una gesta heroica.
Eso es lo mejor del fútbol. Uno recuerda las grandes gestas, a los ídolos y héroes; nadie se acuerda de un pésimo jugador; todos nos acordamos, aunque a algunos no vimos nunca pisando una cancha, por razones de anacronismo, de Víctor Agustín Ugarte, Erwin Chichi Romero, el Diablo Marco Antonio Etcheverry o de José Issa, la Araña Negra. O nos acordamos de la victoria de Bolivia en la inauguración del Estadio Nacional de Lima en el Sudamericano del 57, o el título que ganamos en 1963, en el Sudamericano, o la clasificación al Mundial de Estados Unidos en 1993 y ser el equipo que —junto con el último campeón, que era Alemania— inauguró el Mundial de 1994 en Estados Unidos. De eso nos acordamos, aunque tengamos como costumbre, y forma parte de una visión general de la historia, una mirada derrotista, esa que los Enanitos Verdes han traducido en canción como Lamento boliviano y que en la jerga futbolística la definimos de manera paradójica: “jugamos como nunca y perdimos como siempre”.
El fútbol tiene la virtud de la prospectiva, es decir, se apuesta al siguiente partido porque surge —una vez más— la esperanza de una victoria. Y una victoria aparece como un hecho excepcional, como un logro peculiar, que permite inventar o recrear una interpretación positiva del pasado y enterrar la mirada derrotista.  Eso acontece frente a cada partido por venir; o sea, aunque sabes que el equipo está mal, aunque estás convencido de que el rival es poderoso, o que las circunstancias son adversas, tú dices: “es fútbol” y puede ocurrir cualquier cosa. Y cuando eres hincha de un equipo débil, entonces, el valor de la victoria es mucho mayor; por lo tanto, ese efecto de pertenencia a una comunidad nacional adquiere mayor sentido, más aún en una sociedad que tiene pocos elementos de articulación de la diversidad cultural. El Estado boliviano nunca tuvo la capacidad de representar, de sintetizar a la sociedad, sino de manera esporádica, en eventos excepcionales. Si comparamos al Estado boliviano con el Estado chileno se advierte que aquel sí ha organizado a su sociedad y la representa; en Bolivia la relación es inversa, y por eso en los últimos años estamos en un periodo de construcción estatal que quiere sentar soberanía en todo el territorio y pretende integrar la diversidad social.
Entonces, el Estado no representa, quizás la Iglesia Católica en algún momento, por su rol en la Colonia, tuvo esas posibilidades de articulación, inclusive en términos de presencia territorial, empero, después, excepto algunos hechos políticos como la Revolución de 1952, ¿qué tenemos? Las (escasas) victorias en fútbol. Y, obviamente, lo ocurrido en las últimas semanas con el tema de la demanda ante la CIJ en La Haya, y no es casual que haya sido comentada en términos futbolísticos: “Bolivia ganó por goleada”, y el debate era el resultado: 14-2 o 16-0 en la votación de los jueces. Ese es, sin duda, otro tema que nos vincula como comunidad porque representa un interés general; entonces, todos nos ponemos la camiseta verde, como en el fútbol.
“La verde”…. Eso me recuerda una anécdota. Evo Morales fue invitado a una sesión de honor del Concejo Municipal de Santa Cruz, durante la fase de polarización del proceso constituyente (2007-2008); el país estaba dividido, fracturado, entre lo indígena y lo regional, entre Estado Plurinacional y autonomías;Evo Morales era repudiado en Santa Cruz; no fue invitado a la Feria Expo Internacional, pero sí a la sesión del Concejo Municipal. En esa ocasión, el presidente del Concejo, un opositor, hizo un discurso de circunstancia pero fallido porque en vez de actuar como anfitrión y seguir la tradición de la típica hospitalidad cruceña, fue agresivo y hostil con el presidente Morales, a quien le reclamó atención del Gobierno central y le reprochó el carácter centralista de su gestión gubernamental, inclusive su condición campesina e indígena. Llegó el momento de la intervención del Presidente y lo que hizo fue algo sorprendente y que he utilizado como ejemplo para mi idea de que el estilo político de  Evo Morales es “avanzar” hacia el centro y, por eso, tiene esa enorme capacidad de articulación discursiva.  Evo no hizo mención alguna al ataque verbal del opositor, y dijo: “Estoy en Santa Cruz, que tiene el color verde en su bandera, así como verde es la hoja de coca que producimos, y verde es la casaca de la selección nacional”; es decir, marcó la especificidad de los actores en disputa y los incluyó en una identidad colectiva: en este caso, la camiseta de la selección.  Es decir, cada uno afirma su identidad, pero tenemos en común un color que también corresponde a algo común: somos hinchas de la selección. O sea, “la verde” como referencia de comunidad, no aludió al Estado ni a la Constitución, sino que utilizó como referencia de comunidad nacional, de sentido de pertenencia, a la camiseta de la selección boliviana; y así se puede mostrar múltiples usos de esta relación entre fútbol e identidad nacional.
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