Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: David Harvey
La
ciudad, escribió una vez el reputado sociólogo urbano Robert Park:
Es uno de los intentos más consistentes, y
a la postre, más exitosos del hombre, de rehacer el mundo en el que vive a
partir de sus anhelos más profundos. Si la ciudad, en todo caso, es el mundo
que el hombre ha creado, es también el mundo en el que está condenado a vivir.
Así, de manera indirecta y sin una conciencia clara de la naturaleza de su
tarea, al hacer la ciudad, el hombre se ha rehecho a sí mismo.
El
derecho a la ciudad no es simplemente el derecho de acceso a lo que ya existe,
sino el derecho a cambiarlo a partir de nuestros anhelos más profundos.
Necesitamos estar seguros de que podremos vivir con nuestras creaciones (un
problema para cualquier planificador, arquitecto o pensador utópico). Pero el
derecho a rehacernos a nosotros mismos creando un entorno urbano
cualitativamente diferente es el más preciado de todos los derechos humanos. El
enloquecido ritmo y las caóticas formas de la urbanización a lo largo y ancho
del mundo han hecho difícil poder reflexionar sobre la naturaleza de esta tarea.
Hemos sido hechos y rehechos sin saber exactamente por qué, cómo, hacia dónde y
con qué finalidad ¿Cómo podemos, pues, ejercer mejor el derecho a la ciudad?
La
ciudad no ha sido nunca un lugar armónico, libre de confusión, conflictos,
violencia. Basta leer la historia de la Comuna de París de 1871 o ver el
retrato ficticio de las Bandas de Nuevas York de 1850 trazado por Scorsese para
tomar consciencia de cuán lejos se ha llegado. Pero bastaría pensar, también,
en la violencia que ha dividido Belfast, que ha destruido Beirut y Sarajevo,
que ha sacudido Bombay y que ha alcanzado, incluso, a la ciudad de los ángeles. La
calma y el civismo son la excepción, y no
la regla, en la historia urbana. Lo que de verdad interesa es si los resultados
son creativos o destructivos. Normalmente son ambas cosas: la ciudad es el
escenario histórico de la destrucción creativa. No obstante, la ciudad también
ha demostrado ser una forma social notablemente elástica, duradera e
innovadora.
¿Pero
de qué derechos hablamos? ¿Y de la ciudad de quién? Los comuneros de 1871
pensaban que tenían derecho a recuperar su París de
manos de la burguesía y de
los lacayos imperiales. Los monárquicos
que los mataron, por su parte, pensaban que tenían derecho a recuperar la ciudad en nombre de Dios y de la
propiedad privada. En Belfast, católicos y protestantes pensaban que tenían
razón, lo mismo que Shiv Sena en Bombay cuando atacó violentamente a los
musulmanes ¿No estaban todos, acaso, ejerciendo su derecho a la ciudad? A derechos iguales constató célebremente
Marx- la fuerza decide ¿Es a
esto a lo que se reduce el derecho a la ciudad? ¿Al derecho a luchar por los propios anhelos y a liquidar a
todo el que se interponga en el camino? Por momentos el derecho a la ciudad
parece un grito lejano que evoca la universalidad de la Declaración de derechos
humanos de la ONU ¿O será que lo es?
Marx,
como Park, pensaba que nos cambiamos a nosotros mismos cambiando el mundo y
viceversa. Esta relación dialéctica está anclada en la raíz misma de todo
trabajo humano. La imaginación y el deseo desempeñan un papel importante. Lo
que distingue al peor de los arquitectos de la mejor de las abejas sostenía Marx-
es que el arquitecto erige una estructura en su imaginación antes de materializarla en la realidad.
Todos nosotros somos, en cierto modo, arquitectos. Individual y colectivamente,
hacemos la ciudad a través de nuestras acciones cotidianas y de nuestro
compromiso político, intelectual y económico. Pero, al mismo tiempo, la ciudad
nos hace a nosotros. ¿Puedo acaso vivir en Los Ángeles sin convertirme en un
motorista frustrado?
Podemos
soñar e interrogarnos acerca de mundos urbanos alternativos. Con suficiente
perseverancia y poder podemos aspirar incluso a construirlos. Pero las utopías
de hoy en día no gozan de buena salud porque cuando se concretan, con
frecuencia, es difícil vivir en ellas ¿Qué es lo que no funciona? ¿Carecemos
acaso de la brújula moral y ética adecuada para orientar nuestro pensamiento?
¿Será que no podemos construir una ciudad socialmente justa?
Pero
¿qué es la justicia social? Trasímaco, en La República de Platón, sostiene que toda
forma de gobierno aprueba las leyes que lo benefician, de modo que lo justo es
lo mismo en todas partes: la ley del más
fuerte. Platón rechazaba esta
conclusión apelando a la justicia como ideal. En realidad, hay toda una plétora
de formulaciones ideales de la justicia. Podríamos ser igualitarios utilitarios
a la manera de Bentham (el mayor bien para el mayor número), contractualistas a
la manera de Rousseau (con su ideal de derechos inalienables) o de John Rawls,
cosmopolitas a la manera de Kant (el mal contra uno es un mal contra todos) o
simplemente hobbesianos, recordando que el Estado (el Leviatán) impone la
justicia sobre intereses privados desconsiderados para evitar que la vida
social se vuelva violenta, brutal y corta. Algunos incluso apelan a ideales de
justicia locales, que sean sensibles a las diferencias culturales. Al final,
nos quedamos frustrados frente al espejo, interrogándonos: ¿cuál es la mejor
teoría de la justicia? En la práctica, sospechamos que Trasímaco tenía razón:
la justicia es simplemente lo que la clase dominante quiere que sea.
Sin
embargo, no podemos prescindir ni de los planes utópicos ni de los ideales de
justicia. Son indispensables para la motivación y la acción. La indignación
ante la injusticia y las ideas alternativas han inspirado durante mucho tiempo
la búsqueda del cambio social. No podemos deshacernos cínicamente de ellas.
Pero podemos y debemos contextualizarlas. Todos los ideales en materia de
derechos presuponen una cierta concepción de los procesos sociales. Y a la
inversa: todo proceso social incorpora alguna concepción de los derechos.
Permítaseme un ejemplo.
Vivimos
en una sociedad en la que los derechos inalienables a la propiedad privada y a
las ganancias se imponen sobre cualquier otra concepción de derechos
inalienables que se pueda tener. Esto es así porque nuestra sociedad está
dominada por la acumulación de capital en el marco de un mercado de intercambios.
Este proceso social depende de una determinada construcción jurídica de los
derechos individuales. Sus defensores mantienen que esto estimula virtudes burguesas como la responsabilidad individual, la
independencia de la interferencia estatal o la igualdad de oportunidades en el
mercado y ante la ley; la recompensa de la propia iniciativa y un mercado
abierto que asegure libertades para elegir. Estos derechos comprenden la
propiedad privada de uno mismo (que permite vender libremente la fuerza de
trabajo, ser tratado con dignidad y respeto y preservar la propia integridad
física). Y unidos a ella, los derechos a la libertad ideológica y a la libertad
de expresión. Admítase: estos derechos derivados resultan atractivos. Muchos de
nosotros recurrimos a ellos constantemente. Pero lo hacemos como mendigos que
viven de las migajas que caen de la mesa del rico. Déjenme explicarlo.
Vivir
bajo el capitalismo supone aceptar o someterse a un conjunto de derechos
necesarios para la acumulación ilimitada de capital. Nosotros, explica el
Presidente Bush mientras va a la guerra, perseguimos una paz justa en la que la
represión, el resentimiento y la pobreza sean
reemplazados por la esperanza de democracia, el desarrollo, los mercados libres
y el comercio libre. Estos últimos,
afirma, han demostrado su capacidad para sacar a poblaciones enteras de la
pobreza. Los Estados Unidos repartirán al
mundo entero, lo quiera o no, el regalo de la libertad (de mercado). Sin
embargo, la existencia de derechos inalienables a la propiedad privada y a los
beneficios (también incorporados, a instancias de los Estados Unidos, a la
Declaración de la ONU) puede acarrear consecuencias negativas, incluso
mortales.
Los
mercados libres no son necesariamente justos. Como reza un antiguo dicho: no
hay nada más desigual que el igual
trato entre desiguales. Esto es lo que hace el mercado. En virtud del
igualitarismo del intercambio, el rico se torna más rico y el pobre más
pobre. Se entiende por qué los
ricos y poderosos defienden estos derechos. Gracias a ellos, las divisiones de
clase crecen. Las ciudades se guetifican: los ricos se blindan buscando
protección mientras los pobres, por defecto, se aíslan en guetos. Y si a las
luchas por adquirir ingresos y una posición de clase se superponen, como suele
ocurrir, las divisiones raciales, étnicas y religiosas, el resultado son
ciudades atravesadas por divisiones todavía más amargas y bien conocidas. Las
libertades de mercado conducen inevitablemente al monopolio (como puede verse en
el ámbito de los medios de comunicación o del desarrollo urbanístico). Treinta
años de neoliberalismo nos enseñan que mientras más libre es el mercado más
grandes son las desigualdades y mayor el poder de los monopolios.
Peor
aún, los mercados necesitan la escasez para funcionar. Y si la escasez no
existe se crea socialmente. Esto es lo que la propiedad privada y la búsqueda
del beneficio se encargan de hacer. El resultado es una carestía en gran medida
innecesaria (desempleo, falta de vivienda, etcétera), en medio de la
abundancia. Gente sin techo por las calles y mendigos en los metros. Hambrunas
que pueden perfectamente producirse en un contexto de superproducción de
alimentos.
La
liberalización de los mercados financieros ha desatado una tormenta de poderes
especulativos. Unos cuantos fondos de inversiones, en ejercicio de su
inalienable derecho a obtener beneficios por cualquier medio, destruyen a golpe
de especulación economías enteras (como las de Indonesia o Malasia). Destruyen
ciudades enteras, las reaniman con donaciones para la ópera y el ballet
mientras sus delegados ejecutivos, como ocurrió con Kenneth Lay o Enron, se
pavonean en el escaparate global y acumulan riquezas desorbitadas a expensa de
millones de personas ¿Tiene sentido conformarse con las migajas de los derechos
derivados de la propiedad privada mientras algunos viven como Kenneth Lay?
Si es
aquí donde conducen los derechos inalienables a la propiedad privada y al
beneficio, no los queremos. Nada de esto produce ciudades que respondan a
nuestros anhelos más profundos, sino mundos de desigualdad, injusticia y
alienación. Estoy en contra de la acumulación ilimitada de capital y de la
concepción de los derechos que la permite. Otro derecho a la ciudad es
necesario.
Naturalmente,
quienes hoy detentan estos derechos no los cederán de manera voluntaria: A
iguales derechos, la fuerza decide. Esto no supone necesariamente violencia
(aunque por desgracia a menudo se acaba en ella). Pero exige movilizar el poder
suficiente para cambiar las cosas a través de la organización política o, si
hiciera falta, en la calle. Dicho esto, ¿qué estrategia deberíamos adoptar?
Ningún
orden social, decía Saint-Simon, puede cambiar si las grandes líneas de lo
nuevo no se encuentren ya latentes en el presente. Las revoluciones no son
rupturas totales, pero son capaces de dar un giro radical a las cosas. Los
derechos que hoy se consideran derivados de la propiedad (como el derecho a ser
tratado con dignidad) deberían volverse fundamentales; y los derechos que hoy
se consideran fundamentales (como el derecho de propiedad privada o el derecho
al beneficio) deberían considerarse derechos supeditados al resto ¿No era éste,
acaso, el objetivo del socialismo democrático?
Como
puede verse, hay contradicciones en la concepción capitalista de los derechos.
Estas contradicciones pueden explotarse ¿Qué habría pasado con el capitalismo
global y con la vida urbana si se hubieran garantizado los preceptos de la
Declaración de la ONU relativos a los derechos laborales derivados (a un empleo
seguro, a estándares razonables de vida, a la auto-organización)?
Pero
también pueden definirse nuevos derechos. Como el derecho a la ciudad, que no
es, como decía al comienzo, el simple derecho a acceder a lo que los
especuladores de la propiedad y los funcionarios estatales han decidido, sino
el derecho activo a hacer una ciudad diferente, a adecuarla un poco más a
nuestros anhelos y a rehacernos también nosotros de acuerdo a una imagen
diferente.
La
creación de nuevos espacios urbanos comunes, de una esfera pública con
participación democrática activa, requiere remontar la enorme ola de
privatización que ha sido el mantra de un neoliberalismo destructivo. Debemos imaginarnos
una ciudad más inclusiva, aunque siempre conflictiva, basada no sólo en una
diferente jerarquización de los derechos sino también en diferentes prácticas
políticas y económicas. Si nuestro mundo urbano ha sido imaginado y luego
hecho, puede ser re-imaginado y re-hecho. El inalienable derecho a la ciudad es
algo por lo que vale la pena luchar. El aire de la ciudad nos hace libres, solía decirse. Pues bien: hoy el aire está un poco contaminado; pero puede limpiarse.
David Harvey es un geógrafo, sociólogo
urbano e historiador social marxista de reputación académica internacional.
Entre sus libros traducidos al castellano en los últimos años: Espacios de
esperanza (Akal, Madrid, 2000) y El nuevo imperialismo (Akal, Madrid, 2004)
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y Twitter: @escuelanfp
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