Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Verónica Córdova
No somos pocos los que, emergiendo del
referéndum constitucional con un doloroso chak’i moral, hemos sopesado la
posibilidad de cerrar nuestras cuentas de Facebook, Twitter y/o WhatsApp, que
no recordamos con qué objetivo abrimos, ni cuándo. ¿Cuál era la razón para
subscribirse? ¿Recontactar con amigos? ¿Enterarnos de lo que hacen, piensan,
opinan? ¿Establecer una red de intercambio entre quienes tenemos intereses,
nostalgias o parientes comunes? ¿Tener un lugar donde expresarnos libremente?
Toca entonces evaluar, de forma personal, si algunos de esos importantes
objetivos se ven cumplidos en las largas horas invertidas cada día en las redes
sociales.
Cada quien sabrá si vale la pena soportar al
amigo que publica fotografías de cada alimento que consume; lidiar con parejas
desubicadas que te hacen incómodo violinista en sus arrumacos y peleas, o mirar
467 fotos diarias de perros o gatos tiernos. Al final de cuentas, todos tenemos
la posibilidad de bloquear a los indeseables o de aceptarlos como son, finalmente
por algo será que los invitamos (o aceptamos su invitación) a compartir con
nosotros una esquinita en las redes. Lo que es más difícil de aceptar es, por
otro lado, que una red creada para intercambiar opiniones se convierta en un
espacio de violencia, agresión y difamación.
El problema con quienes utilizan las redes
sociales para mentir, para insultar y para exhibir su rampante racismo no es,
obviamente, un problema de las redes: es un problema de la gente. O, más
exactamente, es un problema con la educación y la conciencia de la gente que
utiliza las redes. El problema no está en el mensajero, sino en el mensaje, y
en particular en las personas que lo emiten. Por tanto, la solución no está en
controlar las redes, sino en incidir en las personas que las usan. Parece
sencillo, pero no lo es.
Nuestro país lleva siglos sin encontrarse a sí
mismo. Nuestra sociedad lleva siglos chapaleando en sus desencuentros. Llevamos
una década intentando transformar nuestros modelos de poder y de
relacionamiento: hemos reescrito una Constitución, hemos redactado leyes contra
el racismo, contra la violencia, contra el machismo; hemos creado instituciones
y normas; hemos logrado (también) abrir espacios y cimentar derechos, pero todo
empalidece cuando descubrimos que ante cualquier desavenencia somos capaces de
agredirnos en los teclados y en la calle, somos capaces de amenazarnos, de
bloquearnos, de incendiar edificios, somos capaces de matarnos.
Lo que sucede en las redes es solo una versión
digital de lo que sucede en nuestras casas. La violencia con que nos
comunicamos es solo un reflejo de la violencia con la que nos relacionamos con
nuestras parejas y criamos a nuestras guaguas. El racismo en las redes es solo
una versión más desembozada de la forma en que tratamos y nos tratan en las
escuelas, los cuarteles y las oficinas. ¿Cómo controlar el racismo en las redes
si llevamos siglos sin poder controlarlo en las ciudades?
Para controlar el racismo podemos transformar
la legislación, la economía y las relaciones sociales, pero no habremos
incidido realmente si no transformamos el corazón y el alma de las personas. Y
el corazón y el alma se transforman con cultura, justamente el ámbito que más
se ha descuidado en el país, no solo en la última década, sino durante toda su
historia.
Para controlar el racismo necesitamos
conocernos, entendernos y valorarnos unos a otros. Y eso solo se logra al
leernos en libros, entendernos en el cine y reconocernos en los tejidos, las
máscaras, los escenarios o tantas otras formas hermosas que tenemos para
expresar quiénes somos.
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