Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Editorial
La República
En
un pabellón –no muy común- de una cárcel común murió el máximo responsable del
último genocidio argentino, Jorge Videla. Encerrado en condiciones materiales
más que dignas en comparación a la mayoría de los reos, también llamados
comunes, aislado junto a otros perpetradores de crímenes de lesa humanidad,
careció de la oportunidad de enriquecer su escasísima formación aprendiendo,
por ejemplo, el lenguaje “tumbero” y las prácticas de las que deriva. Aquel que
el autor del “diccionario tumbero”, Félix Carballo (un ex jefe penitenciario
argentino de larga experiencia) describe como vocablos etimológicamente
herederos de la conducta sexual y –agrego- de su asociación ideológica con la
humillación, la tortura y la violencia. El torturador murió lingüísticamente
aséptico de la jerga de –y todo otro contacto con- los actuales torturados, muy
distinta a la de aquellos a los que envió a la tortura y la muerte desde su
escritorio de sigiloso mandón arbitrario, inclemente y encubridor.
Toda
muerte concita expresiones afectivas que serán muy desiguales según la
naturaleza del lazo con el que cada sujeto se anude al difunto. Para Freud, el
afecto es el estado emocional que acompaña a la representación de una pulsión
que tiene una magnitud o cuantum de afecto y otro cualitativo mensurable en el
placer o displacer. Lo que actúa no es la pulsión misma sino el representante
psíquico de esa pulsión, que se compone de una representación (de ideas,
imágenes o fantasías) y de un afecto. El impacto afectivo de esta muerte sobre
mí no es de tristeza, pero menos aún de alegría. Sin mayor intensidad, se
traduce en una pequeña incomodidad displacentera. Tampoco siento el alivio que
sinceró la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo: el genocida ya no era
amenaza. Más bien el sentimiento es el de una clausura, de una débil
oportunidad perdida. Videla representaba vivo, mucho más de lo que ahora
muerto. Además de la ideología exterminista y mesiánica a la que lo asocio, la
imagen de la que su muerte me priva es la de un impotente condenado sumido en
el escarnio aunque propietario aún de varias claves ocultas. Esta muerte, al
igual que la de otros criminales felizmente condenados, la significo como una
suerte de fuga, de liberación de su condena y repudio social. Pero no es este
escape lo que más me incomoda, sino lo que se pierde con él.
En
primer lugar -el menos importante- porque Videla vivo, encarcelado y paseándose
por los juzgados que le exigían información y pruebas colaboraba con la
construcción de un imaginario de “nunca más” en la historia. Era una especie de
ícono viviente de la monstruosidad y su negación consciente. Si bien la
investigación y la difusión masiva de las aberraciones de las dictaduras
latinoamericanas es el muro de contención para futuras amenazas de terrorismo
de Estado, la condena jurídica unida a su carácter de preso le aportaba cierto
revestimiento simbólico que perdimos. Pero en segundo lugar porque intuyo que
en sus últimos años, tal vez motivado por la vergüenza de la consideración
pública, podría haber soltado algo más de los secretos que guardaba. Y si bien
esto mismo puede ser aplicable a toda muerte, y con más significación a la
muerte de toda persona pública, resulta cardinal para los protagonistas de las
dictaduras por el velo de su accionar, que constituye justamente la negación de
lo público. Si las “órdenes” tan pomposamente pronunciadas eran orales (y por
tanto desmentibles u olvidables por los ejecutores) o bien se destruían si eran
impresas, el testimonio (de víctimas y victimarios) resulta el camino
excluyente a cualquier forma de reconstrucción de la verdad.
Los
reportajes que el asesino concedió contienen dosis importantes de indicios
respecto a fuentes de información, una vez que se los despeja de la cantinela
autojustificatoria como la de la guerra y la “salvación de la patria”. Sus
ideas eran tan elementales y machaconas que cabrían en un sólo párrafo, pero la
futilidad de transcribirlas se compensaba con indicaciones de mecanismos
operativos y procedimientos, de alianzas y colaboraciones, que no por
sospechables debieran despreciarse. Precisamente el simplismo de sus
concepciones y descripciones, explica cómo pudo ser utilizada esta marioneta
gris uniformada, al modo de un desechable preservativo, por parte del
establishment con su ministro de economía, Martínez de Hoz, como diestro
titiritero. Aún aislados y acotados, los datos habrá que bucearlos en la prensa
y no en sede judicial dónde siempre se amparó cobardemente en el silencio y en
la denostación de la justicia para posteriormente ignorarla. En un artículo
referido a los discursos terroristas en general sostuve que “pueden combinarlo
con autoelogios y bravuconadas discursivas, pero los terroristas una vez
interrogados dicen que no fueron, que no saben, que no se acuerdan, que no
vieron, que no estaban y su organicidad organizativa y transmisión comunicativa
se reduce a murmullos al viento. No hay documentos escritos, órdenes explícitas
u otras pruebas documentales como mapas, fotografías, filmaciones, etc., ni aún
vencidos los plazos de “desclasificación”, algo particularmente aplicable al
terrorismo imperial. A diferencia del combatiente, el terrorista tiene el
habitus del delincuente. Un mafioso amparado discreta o desembozadamente en sus
confines corporativos. Sus enemigos son la justicia, la investigación
histórica, la deducción, las pruebas y registros, en suma, la verdad.”
(Monstruos jurásicos, 18/04/2010).
Pero
a Videla se le pudieron leer últimamente algunas indicaciones. En el reportaje
a la revista cordobesa “El Sur” que no es la primera vez que cito, menciona no
sólo directamente nombres de la jerarquía eclesial como el Cardenal Primatesta,
el Nuncio Apostólico Pio Laghi sino que se refiere a obispos con quienes
hablaba como integrantes de la Conferencia Episcopal argentina. A ellos, los
hace directamente responsables del asesoramiento en el manejo de la temática de
los desaparecidos, y cómplices al interponer sus oficios en la comunicación del
fallecimiento de algunos de ellos a sus familiares, sobre los que la
institución caracterizaba que no “harían uso político de la información”,
asumiendo los riesgos. Esta información nunca fue desmentida, sino inversamente
profundizada por los estudios del periodista argentino Verbitsky sobre la
Iglesia local. No quedan claros, sin embargo, los matices que pudiera haber en
esos debates con la iglesia y con otros integrantes de la junta y comandantes,
ya que en ocasiones pareciera indicar que era hasta el propio Videla el
preocupado por las consecuencias de no asumir la realidad de sus prácticas y
proclive a “blanquear” los datos aunque en otras, serían los prelados. Al punto
que en la entrevista sostiene con pretensión justificatoria, aunque también
tácitamente crítica de sus camaradas, que él y sus esbirros “pagan el costo de
no haber blanqueado los métodos dispuestos y publicar la lista de
desaparecidos” tal como dice haber propuesto.
Cualquiera
haya sido el mentor de cada postura, todos parecían compartir la aceptación del
extermino y su metodología, centrando la polémica en identificar el mejor
camino para el encubrimiento, cosa que también se refleja en el libro de
entrevista que publicó el periodista Ceferino Reato. En palabras de Videla, “no
era tan fácil, porque además íbamos a estar expuestos a la contra pregunta. Si
a una madre le decíamos que su hijo estaba en la lista, nadie le impediría que
preguntara ¿dónde está enterrado, para llevarle una flor? ¿quiénes lo mataron?
¿por qué? ¿cómo lo mataron?”. Precisamente lo que hubiéramos preguntado y hoy
le pregunta la justicia a los asesinos. Formulándose esos interrogantes, entre tantos
otros, se fue nutriendo el vigoroso aunque heterogéneo movimiento de derechos
humanos. Y añade Videla que “no había respuestas para cada una de esas
preguntas, y creímos que era embochinchar más esa realidad, y que sólo
lograríamos afectar la credibilidad. Entonces en ese momento no se quiso correr
ese riesgo” que identifica con “consecuencias sobre personas”, o en otros
términos, con riesgos para la impunidad.
Podría
argüirse que es una Iglesia de 35 años atrás (se refiere a 1978), pero es
ilustrativo que el ferviente católico genocida, no sólo asistiera a misa
durante su extendida libertad previa a la anulación de los indultos de Menem,
sino en el propio pabellón de genocidas del penal ya que no fue excomulgado a
pesar de las sucesivas condenas por delitos aberrantes que no sólo son los de
tortura y desaparición, sino también de sustracción de bebés, robo de bienes y
delitos sexuales sobre la víctimas. Quién oficia esas misas es el también
genocida Von Wernick, condenado a perpetua por haber participado como capellán
de la policía de la provincia de Bs. As en sesiones de tortura en centros
clandestinos de detención. Lo hace porque para la Iglesia estos pecados
inenarrables no parecieran alcanzar para privarlo de su patente de cura ni de
su derecho canónico a administrar la eucaristía.
Tampoco
afirmaría que el ejército actual difiere mucho del de entonces en sus valores y
formación, salvo por las circunstancias históricas que debilitan sus fuerzas y
lo obligan a una actitud prácticamente defensiva, casi proporcional a la del
propio Videla a quién ni los empresarios, medios y políticos que lo alentaron
en su momento le demostraron siquiera mínima consideración o gratitud públicas.
Su debilidad y aislamiento era tal que hasta en el reportaje a la revista española
“Cambio 16” instó a sus camaradas a levantarse en armas pero no logró siquiera
que se levantaran temprano, como era antes costumbre habitual. Además de
inútil, la soldadesca es hoy una institución desprestigiada, manchada de sangre
y cobardía, plagada de pactos de silencio y secretos resguardados en la
solidaridad corporativa, como en toda mafia. Como vimos, la Iglesia
institucional, no le va en zaga.
Videla
fue, sin embargo, un apasionado. Del odio hacia la otredad, del sadismo y de la
muerte ajena. Un tanático que sólo logró eludir la gramática tumbera.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la
Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
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