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El fascismo está actuando en Santa Cruz, el gobierno debe investigar

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La «otra Iglesia» de América Latina


Rafael Plaza

Óscar Arnulfo Romero, el arzobispo de San Salvador recién asesinado, había denunciado muy recientemente las «tres idolatrías» que, según él, estaban poniendo en un grave peligro a su país: la riqueza y la propiedad privada: «El deseo absoluto de tener más destruye la convivencia fraterna de los hijos de Dios»; la Seguridad Nacional: «Vivimos en una estructura de injusticia social que es la raíz de los demás males. La Seguridad Nacional transforma la fuerza armada en guardia de los intereses de la oligarquía», y la Organización: «Esa que persigue a muerte todo movimiento de oposición.»

Éstas y otras denuncias más recientes y mucho más directas le han llevado a la muerte. Óscar Romero ha muerto como un profeta, aunque, en honor a la verdad, no se puede decir que la Iglesia de Latinoamérica esté muy surtida de profetas.

Los mártires «de la Iglesia» hoy se pueden contar con los dedos de unas cuantas manos, y aunque la Iglesia se siente azotada por sus desapariciones, es, en el fondo, el pueblo el más herido, el más convulsionado.

Los hombres de Iglesia que en los últimos años han ido cayendo en Latinoamérica (Romero ayer, el sábado en Bolivia Luis Espinal y antes Gaspar García Laviana, en Nicaragua, y otros dos obispos, Valencia Cano y Angelelli, en Argentina, y Rutilio Grande y otros seis curas, también en El Salvador, y los padres Aguilar y Escamillas en México, y los sacerdotes Guth y Hermógenes López en Guatemala, y el padre Bernié en Brasil, y los de Honduras, y los de Colombia, y los de Chile, Paraguay y Uruguay...) No han caído por defender unos dogmas católicos de alto coturno, ni una moral sacramental ortodoxa, ni una liturgia impecable, ni una predicación escatológica.

Han muerto por algo mucho más sencillo, más cercano, más real, más vivo: el pueblo, el campesino, el pobre, el oprimido. Son, más que mártires «de la Iglesia católica, apostólica y romana», mártires del pueblo llano, que peca y pasa hambre por igual.

Por eso se puede decir que en Latinoamérica -y esto con permiso de Fernando Sabater- hay, al menos, dos Iglesias, y quizá más. Una Iglesia conservadora, amiga de nunciaturas, diplomacias, abalorios, Ejército, poder, capital y patronos, y otra identificada totalmente con el pueblo, el pueblo latinoamericano sin tierras, sin trabajo, sin dignidad, sin seguros de nada, sin esperanza y sin sonrisa. Y es por este pueblo por el que han muerto ya tantos. No consta, todavía, ningún mártir por los otros.

«No pisaré la Presidencia del Gobierno mientras no se esclarezcan las muertes de los 500 campesinos», había prometido monseñor Romero después de la masacre del 78. Cada vez se fue alejando más del poder -él, que era más bien conservador hasta que la muerte del padre Grande le convirtió definitivamente al pobre- y esto ha sido, probablemente, lo que le ha llevado a la muerte. Lo que va llevando a la muerte a muchos hombres y mujeres de la Iglesia latinoamericana, sin contar, claro, la de los campesinos y militantes jovencísimos de aquellas latitudes. ¡El poder! Hace muy pocos días monseñor Romero escribía una carta -que leería en la catedral de San Salvador- al propio presidente Carter, denunciando la injerencia de los Estados Unidos en la dictadura salvadoreña. ¡Qué casualidad! Menos de diez días después caería asesinado de un tiro en el corazón. El domingo había denunciado sin ambages al Gobierno y al Ejército salvadoreños. ¡Era ya demasiado! Casualmente, en estos mismos días merodeaban por las proximidades de El Salvador las salvadoras fuerzas norteamericanas, que van, presumiblemente, en apoyo de la Junta tantas veces denunciada por el arzobispo Romero.

26 de marzo de 1980
Twitter @escuelanfp

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