Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Rafael
Plaza
Óscar Arnulfo Romero,
el arzobispo de San Salvador recién asesinado, había denunciado muy
recientemente las «tres idolatrías» que, según él, estaban poniendo en un grave
peligro a su país: la riqueza y la propiedad privada: «El deseo
absoluto de tener más destruye la convivencia fraterna de los hijos de Dios»;
la Seguridad Nacional: «Vivimos en una estructura de injusticia
social que es la raíz de los demás males. La Seguridad Nacional transforma la
fuerza armada en guardia de los intereses de la oligarquía», y la Organización:
«Esa que persigue a muerte todo movimiento de oposición.»
Éstas y otras
denuncias más recientes y mucho más directas le han llevado a la muerte. Óscar
Romero ha muerto como un profeta, aunque, en honor a la verdad, no se puede
decir que la Iglesia de Latinoamérica esté muy surtida de profetas.
Los mártires «de la
Iglesia» hoy se pueden contar con los dedos de unas cuantas manos, y aunque la
Iglesia se siente azotada por sus desapariciones, es, en el fondo, el pueblo el
más herido, el más convulsionado.
Los hombres de Iglesia
que en los últimos años han ido cayendo en Latinoamérica (Romero ayer,
el sábado en Bolivia Luis Espinal y antes Gaspar
García Laviana, en Nicaragua, y otros dos obispos, Valencia Cano y Angelelli,
en Argentina, y Rutilio Grande y otros seis curas, también en
El Salvador, y los padres Aguilar y Escamillas en
México, y los sacerdotes Guth y Hermógenes López en
Guatemala, y el padre Bernié en Brasil, y los de Honduras, y
los de Colombia, y los de Chile, Paraguay y Uruguay...) No han caído por
defender unos dogmas católicos de alto coturno, ni una moral sacramental
ortodoxa, ni una liturgia impecable, ni una predicación escatológica.
Han muerto por algo
mucho más sencillo, más cercano, más real, más vivo: el pueblo, el campesino,
el pobre, el oprimido. Son, más que mártires «de la Iglesia católica,
apostólica y romana», mártires del pueblo llano, que peca y pasa hambre por
igual.
Por eso se puede decir
que en Latinoamérica -y esto con permiso de Fernando Sabater- hay,
al menos, dos Iglesias, y quizá más. Una Iglesia conservadora, amiga de
nunciaturas, diplomacias, abalorios, Ejército, poder, capital y patronos, y
otra identificada totalmente con el pueblo, el pueblo latinoamericano sin
tierras, sin trabajo, sin dignidad, sin seguros de nada, sin esperanza y sin
sonrisa. Y es por este pueblo por el que han muerto ya tantos. No consta,
todavía, ningún mártir por los otros.
«No pisaré la
Presidencia del Gobierno mientras no se esclarezcan las muertes de los 500
campesinos», había prometido monseñor Romero después de la masacre del 78. Cada
vez se fue alejando más del poder -él, que era más bien conservador hasta que
la muerte del padre Grande le convirtió definitivamente al pobre- y esto ha sido,
probablemente, lo que le ha llevado a la muerte. Lo que va llevando a la muerte
a muchos hombres y mujeres de la Iglesia latinoamericana, sin contar, claro, la
de los campesinos y militantes jovencísimos de aquellas latitudes. ¡El poder!
Hace muy pocos días monseñor Romero escribía una carta -que leería en la
catedral de San Salvador- al propio presidente Carter, denunciando
la injerencia de los Estados Unidos en la dictadura salvadoreña. ¡Qué
casualidad! Menos de diez días después caería asesinado de un tiro en el
corazón. El domingo había denunciado sin ambages al Gobierno y al Ejército
salvadoreños. ¡Era ya demasiado! Casualmente, en estos mismos días merodeaban
por las proximidades de El Salvador las salvadoras fuerzas
norteamericanas, que van, presumiblemente, en apoyo de la Junta tantas veces
denunciada por el arzobispo Romero.
26 de marzo de 1980
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