Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Eduardo Gudynas
Uno de los
mayores cambios políticos vividos en América Latina en los últimos veinte años
fue el surgimiento y consolidación de los gobiernos de la nueva izquierda. Más
allá de la diversidad de esas administraciones y de sus bases de apoyo,
comparten atributos que justifican englobarlos bajo la denominación de
“progresistas”. Son expresiones vitales, propias de América Latina, en cierta
manera exitosas, pero ancladas en la idea de progreso. Su empuje, e incluso su
éxito, está llevando a que esté en marcha una divergencia entre este
progresismo con muchas de las ideas y sueños de la izquierda latinoamericana
clásica.
Para
analizar estas circunstancias es necesario tener muy presente la magnitud del
cambio político que se inició en América Latina en 1999 con la primera
presidencia de Hugo Chávez, y que se consolidó en los años siguientes en varios
países vecinos. Quedaron atrás los años de las reformas de mercado, y regresó
el Estado a desempeñar distintos roles. Se implantaron medidas de urgencia para
atacar la pobreza extrema, y su éxito ha sido innegable en casi todos los
países. Vastos sectores, desde movimientos indígenas a grupos populares
urbanos, que sufrieron la exclusión por mucho tiempo, lograron alcanzar el
protagonismo político.
Es también
cierto que esta izquierda latinoamericana es muy variada, con diferencias
notables entre Evo Morales en Bolivia y Lula da Silva en Brasil, o Rafael
Correa en Ecuador y el Frente Amplio de Uruguay. Estas distintas expresiones
han sido rotuladas como izquierdas socialdemócrata o revolucionaria,
vegetariana o carnívora, nacional popular o socialista del siglo XXI, y así
sucesivamente. Pero estos gobiernos, y sus bases de apoyo, no sólo comparten
los atributos ejemplificados arriba, sino también la idea de progreso como
elemento central para organizar el desarrollo, la economía y la apropiación de
la Naturaleza.
El
progresismo no sólo tiene identidad propia por esas posturas compartidas, sino
también por sus crecientes diferencias con los caminos trazados por la
izquierda clásica de América Latina de fines del siglo XX. Es como si
presenciáramos regímenes políticos que nacieron en el seno del sendero de la
izquierda latinoamericana, pero a medida que cobraron una identidad distinta
están construyendo caminos que son cada vez más disímiles. Es posible señalar,
a manera de ejemplo, algunos puntos destacados en los planos económico,
político, social y cultural.
La
izquierda latinoamericana de las décadas de 1960 y 1970 era una de las más
profundas críticas del desarrollo convencional. Cuestionaba tanto sus ideas
fundamentales, incluso con un talante anti-capitalista, y rechazaba expresiones
concretas, en particular el papel de ser meros proveedores de materias primas,
considerándolo como una situación de atraso. También discrepaba con
instrumentos e indicadores convencionales, tales como el PBI, y se insistía que
crecimiento y desarrollo no eran sinónimos.
El
progresismo actual, en cambio, no discute las esencias conceptuales del
desarrollo. Por el contrario, festeja el crecimiento económico y defiende las
exportaciones de materias primas como si fueran avances en el desarrollo. Es
cierto que en algunos casos hay una retórica de denuncia al capitalismo, pero
en la realidad prevalecen economías insertadas en éste, en muchos casos
colocándose la llamada “seriedad macroeconómica” o la caída del “riesgo país”
como logros. La izquierda clásica entendía las imposiciones del imperialismo, pero
el progresismo actual no usa esas herramientas de análisis frente a las
desigualdades geopolíticas actuales, tales como el papel de China en nuestras
economías. La discusión progresista apunta a cómo instrumentalizar el
desarrollo y en especial el papel del Estado, pero no acepta revisar las ideas
que sostienen el mito del progreso. Entretanto, el progresismo retuvo de
aquella izquierda clásica una actitud refractaria a las cuestiones ambientales,
interpretándolas como trabas al crecimiento económico.
La
izquierda latinoamericana de las décadas de 1970 y 1980 incorporó la defensa de
los derechos humanos, y muy especialmente en la lucha contra las dictaduras en
los países del Cono Sur. Aquel programa político maduró, entendiendo que
cualquier ideal de igualdad debía ir de la mano con asegurar los derechos de
las personas. Ese aliento se extendió, y explica el aporte decisivo de las
izquierdas en ampliar y profundizar el marco de los derechos en varios países.
En cambio, el progresismo no expresa la misma actitud, ya que cuando se
denuncian derechos violados en sus países, reaccionan defensivamente. Es así
que cuestionan a los actores sociales reclamantes, a las instancias jurídicas
que los aplican, incluyendo en algunos casos al sistema interamericano de derechos
humanos, e incluso a la propia idea de algunos derechos.
Aquella
misma izquierda también hizo suya la idea de la democracia, otorgándole
prioridad a lo que llamaba su profundización o radicalización. Su objetivo era
ir más allá de la simples elecciones nacionales, buscando consultas ciudadanas
directas más sencillas y a varios niveles, con mecanismos de participación
constantes. Surgieron innovaciones como los presupuestos participativos o los
plebiscitos nacionales. El progresismo, en cambio, en varios sitios se está
alejando de aquel espíritu para enfocarse en mecanismos electorales
clásicos.Entiende que con las elecciones presidenciales basta para asegurar la
democracia, festeja el hiperpresidencialismo continuado en lugar de
horizontalizar el poder, y sostiene que los ganadores gozan del privilegio de
llevar adelante los planes que deseen, sin contrapesos ciudadanos. A su vez,
recortan la participación exigiendo a quienes tengan distintos intereses que se
organicen en partidos políticos y esperen a la próxima elección para sopesar su
poder electoral.
La
izquierda clásica de fines del siglo XX era una de las más duras luchadoras
contra la corrupción. Ese era una de los flancos más débiles de los gobiernos
neoliberales, y la izquierda lo aprovechaba una y otra vez (“nos podremos
equivocar, pero no robamos”, era uno de los slogans de aquellos tiempos). En
cambio, el progresismo actual no logra repetir ese mismo ímpetu, y hay varios
ejemplos donde no ha manejado adecuadamente los casos de corrupción de políticos
claves dentro de sus gobiernos. Asoma una actitud que muestra una cierta
resignación y tolerancia.
Otra
divergencia que asoma se debe a que la izquierda latinoamericana luchó
denodadamente por asegurar el protagonismo político de grupos subordinados y
marginados. El progresismo inicial se ubicó en esa misma línea, y conquistó los
gobiernos gracias a indígenas, campesinos, movimientos populares urbanos y
muchos otros actores. Dieron no sólo votos, sino dirigentes y profesionales que
permitieron renovar las oficinas estatales. Pero en los últimos años, el
progresismo parece alejarse de muchos de estos movimientos populares, ha dejado
de comprender sus demandas, y prevalecen posturas defensivas en unos casos, a
intentos de división u hostigamiento en otros. El progresismo gasta mucha más
energía en calificar, desde el palacio de gobierno, quién es revolucionario y
quién no lo es, y se ha distanciado de organizaciones indígenas,
ambientalistas, feministas, de los derechos humanos, etc. Se alimenta así la
desazón entre muchos en los movimientos sociales, quienes bajo los pasados
gobiernos conservadores eran denunciados como izquierda radical, y ahora, bajo
el progresismo, son criticados como funcionales al neoliberalismo.
La
izquierda clásica concebía a la justicia social bajo un amplio abanico
temático, desde la educación a la alimentación, desde la vivienda a los
derechos laborales, y así sucesivamente. El progresismo en cambio, se está
apartando de esa postura ya que enfatiza a la justicia como una cuestión de
redistribución económica, y en especial por medio de la compensación monetaria
a los sectores más pobres y el acceso del consumo masivo al resto. Esto no
implica desacreditar el papel de ayudas en dinero mensuales para sacar de la
pobreza extrema a millones de familias. Pero la justicia es más que eso, y no
puede quedar encogida a un economicismo de la compensación.
Finalmente,
en un plano que podríamos calificar como cultural, el progresismo elabora
diferentes discursos de justificación política pero que cada vez tienen mayores
distancias con las prácticas de gobierno. Se proclama al Buen Vivir pero se lo
desmonta en la cotidianidad, se llama a industrializar el país pero se
liberaliza el extractivismo primario exportador, se critica el consumismo pero
se festejan los nuevos centros comerciales, se invocan a los movimientos
sociales pero se clausuran ONGs, se felicita a los indígenas pero se invaden
sus tierras, y así sucesivamente.
Estos y
otros casos muestran que el progresismo actual se está separando más y más de
la izquierda clásica. El nuevo rumbo ha sido exitoso en varios sentidos gracias
a los altos precios de las materias primas y el consumo interno. Pero allí
donde esos estilos de desarrollo generan contradicciones o impactos negativos, estos
gobiernos no aceptan cambiar sus posturas y, en cambio, reafirman el mito del
progreso perpetuo. A su vez, contribuyen a mercantilizar la política y la
sociedad con su obsesión en la compensación económica y su escasa radicalidad
democrática.
El progresismo
como una expresión política distintiva se hace todavía más evidente en tiempo
de elecciones. En esas circunstancias parecería que varios gobiernos abandonan
los intentos de explorar alternativas más allá del progreso, y prevalece la
obsesión con ganar la próxima elección. Eso los lleva a aceptar alianzas con
sectores conservadores, a criticar todavía más a los movimientos sociales
independientes, y a asegurar el papel del capital en la producción y el
comercio.
El
progresismo es, a su manera, una nueva expresión de la izquierda, con rasgos
típicos de las condiciones culturales latinoamericanas, y que ha sido posible
bajo un contexto económico global muy particular. No puede ser calificado como
una postura conservadora, menos como un neoliberalismo escondido. Pero no se
ubica exactamente en el mismo sendero que la izquierda construía hacia finales
del siglo XX. En realidad se está apartando más y más a medida que la propia
identidad se solidifica.
Esta gran
divergencia está ocurriendo frente a nosotros. En algunos casos es posible que
el progresismo rectifique su rumbo, retomando algunos de los valores de la
izquierda clásica para buscar otras síntesis alternativas que incorporen de
mejor manera temas como el Buen Vivir o la justicia en sentido amplio, lo que
en todos los casos pasa por desligarse del mito del progreso. Es dejar de ser
progresismo para volver a construir izquierda. En otros casos, tal vez decida
reafirmarse como tal, profundizando todavía más sus convicciones en el
progreso, cayendo en regímenes hiperpersidenciales, extractivistas, y cada vez
más alejados de los movimientos sociales. Este es un camino que lo aleja
definitivamente de la izquierda.
El autor es analista en
CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social), Montevideo.
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