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El desarrollo en el día de la marmota

Por: Eduardo Gudynas

Al observar el actual debate sobre el desarrollo siempre recuerdo la película Día de la marmota. Es un filme notable, donde un periodista, interpretado por Bill Murray, está atrapado en repetir una y otra vez un mismo día. No importa lo que haga o diga, se despierta en la misma fecha y debe enfrentar los mismos acontecimientos.
Con las ideas sobre el desarrollo está sucediendo algo similar. A lo largo de más de medio siglo se han lanzado duras críticas contra ese cuerpo conceptual, algunas de ellas tan demoledoras que pareciera que enterrarían al desarrollo convencional. 
Pero al poco tiempo éste siempre resucita y, como en el Día de la marmota, se reinicia la jornada con las creencias en el crecimiento económico o el consumo material. Y de esta manera se repite un nuevo ciclo de resistencias, críticas y debates.
Las ideas convencionales sobre el desarrollo se consolidaron después de la Segunda Guerra Mundial. Éstas se basaban en entenderlo como un crecimiento económico continuado, centrado en la apropiación de los recursos naturales y que se expresaba por fases de creciente complejidad. 
Las sociedades rurales deberían evolucionar hacia economías industriales, y éstas hacia el consumo y los servicios. De esta manera el desarrollo era un proceso de progreso económico. A su vez, las naciones industrializadas se convertían en el modelo cultural y político que todos debíamos seguir.
Aquellas primeras ideas fueron duramente cuestionadas en la década del 60, advirtiéndose que crecimiento y desarrollo son dos conceptos distintos. Las críticas, que insistían en señalar que el desarrollo involucraba otras dimensiones además del mero crecimiento del PBI, se volvieron muy duras. 
Parecía que el desarrollo como crecimiento moriría, pero resistió el ataque y regresó triunfante en los años 70. 
Una nueva oleada de cuestionamientos se organizó a partir de 1971, advirtiendo que el anhelado crecimiento económico perpetuo era imposible, ya que existían límites ecológicos. 
Fue un ataque a los cimientos del desarrollo como progreso, pero también contra la ceguera de las ciencias económicas en entender la base ecológica de los procesos productivos. 
Consecuentemente, las reacciones defensivas fueron enérgicas, tanto por derecha como por izquierda, hasta desechar las advertencias ecológicas. 
Las posturas políticas tradicionales sólo aceptan discutir cómo administrar el desarrollo, en cuestiones como el papel del Estado o del mercado, pero ninguna acepta abandonar mitos como los del crecimiento económico. 
Es así que las primeras ideas sobre “desarrollo sostenible” que expresaban críticas sustantivas fueron capturadas, cooptadas y recicladas en nuevas variedades, varias de ellas instrumentales al desarrollo convencional.
Algo similar ocurrió con el desarrollo humano. Inicialmente defendido por un grupo crítico y rebelde, quería hacer caer el reinado de las metas economicistas, para volver a poner en primer lugar la calidad de vida de las personas o la erradicación de la pobreza.
Los cuestionamientos fueron muy duros también en ese terreno. Pero, el desarrollo convencional nuevamente se adaptó, se ajustó y así como antes generó el “desarrollo sostenible”, logró cooptar la rebeldía para generar una nueva variedad, el “desarrollo humano”, aceptable y funcional al crecimiento económico.
Muerte y resurrección
Este ciclo se ha repetido varias veces en las últimas décadas. Se inicia una fase de crítica al desarrollo convencional, los cuestionamientos se hacen agudos y parece que arañan el clímax de asestar un golpe mortal a sus bases conceptuales. 
Pero al poco tiempo, ese desarrollo convencional se adapta, cambia en sus atributos secundarios, aunque refuerza sus cimientos conceptuales, y reaparece con nuevas versiones. 
Así como en la película Día de la marmota, todas las mañanas se inician con la crítica al desarrollo convencional, y al llegar la noche todos suponemos que esa vieja idea, caduca y fuente de mil problemas, será abandonada. 
Pero al día siguiente, al despertar, nos encontramos ante el desarrollo una vez más, posiblemente con un nombre distinto, pero con su misma esencia. Esto ha generado una nutrida galería de desarrollos: sustentable, endógeno, a escala humana, local, humano, “otro desarrollo”, etc. 
Esta dinámica se acaba de repetir frente a la crítica del “vivir bien”, que sin duda plantea cuestionamientos que atacan conceptos básicos del desarrollo como crecimiento, materialidad o el utilitarismo con la naturaleza. 
Frente a esa crítica, una vez más el desarrollo convencional se adaptó y sus resultados fueron, en Ecuador, reubicar al “buen vivir” como una forma de socialismo (entendido como un crecimiento económico controlado por el Estado), y en Bolivia, concebirlo como la meta de un “desarrollo integral”. 
La repetición de estas muertes y resurrecciones muestra que las ideas del desarrollo son muy resistentes. Han calado profundamente en las más diversas culturas. 
Seguramente su mayor éxito ha sido invadir China, donde se dicen comunistas pero practican el capitalismo, donde alaban a Confucio pero se disputan el consumismo, donde quieren desembarazarse del campesinado para ser industriales, y donde, para conseguir el crecimiento económico a cualquier costo, están dispuestos a vivir sumergidos en la contaminación. 
Es cierto que actualmente el desarrollo es una categoría plural, y los hay de muy diversos tipos. Un desarrollo de inspiración neoliberal será muy distinto del que actualmente expresa el progresismo sudamericano, y el estilo chino es diferente de la austeridad económica defendida por Alemania. 
Pero más allá de esas diversidades, es muy impactante que todos sigan descansando en las mismas ideas básicas. Casi todos aspiran a repetir el progreso material occidental o defienden el mito del crecimiento económico perpetuo. 
Es, al final de cuentas, un “desarrollo marmota”, con el cual despertamos todos los días. La cura para salir de esta repetición ya no está ni en la economía ni en la política, sino posiblemente en un cambio cultural radical.

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