Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Henry Veltmeyer
Una
constatación obvia es que en Sudamérica la producción agrícola y pecuaria
continúa expandiéndose, en particular aquella que está orientada a la exportación,
sea en forma de materias primas agrícolas, alimentos o biocombustibles. El
punto problemático está en que esto ocurre dentro de un contexto global marcado
por el “boom de los commodities”, cuya principal causa radica en la demanda de
China por materias primas. El impacto de China sobre las dinámicas asociadas
con el extractivismo y la (re)primarización de las exportaciones se evidencia
en el hecho de que este gigante asiático es el mayor inversionista en la región
y hasta el 95% de tales inversiones están destinadas a la extracción de
recursos naturales. Comparando esta cifra con el 40% de los Estados Unidos, el
interés chino por materias primas es por demás enorme.
El
auge de la agricultura de exportación queda inmerso dentro de procesos productivos
que se asemejan a los que se observan en la minería y en los hidrocarburos. Se
caracterizan por un proceso de acumulación de capital en el que la mayor parte
de los beneficios están externalizados, mientras que los enormes costos se
encuentran internalizados. A esta dinámica denominamos “agro-extractivismo”.
Estos
procesos ocurren bajo gobiernos latinoamericanos que se autodefinen como
“progresistas” o de izquierda. Es una situación singular ya que,
tradicionalmente, los partidos políticos de izquierda siempre denunciaron el
extractivismo y las economías de enclave. Sin embargo, el extractivismo de hoy
es de nuevo tipo y difiere en varios aspectos del que antes practicaban los
regímenes neoliberales en la región bajo el Consenso Pos-Washington. Difiere
porque enfatiza la necesidad de un desarrollo más inclusivo, es decir,
crecimiento económico con reducción de la pobreza extrema.
Sin
embargo, el extractivismo con estos atributos redistributivos conlleva nuevas
contradicciones para el sector agropecuario y para las fuerzas de resistencia.
Las contradicciones y los conflictos en ningún otro país son tan agudos como en
Bolivia. El Gobierno boliviano se encuentra en la encrucijada de un gran
dilema: ¿cómo promover un crecimiento económico en un grado y forma tal que
permita alcanzar el “desarrollo nacional” o “desarrollo inclusivo” y, a la vez,
asegurar el “Vivir Bien”, es decir, la solidaridad social y una relación de
armonía con la naturaleza?
Para
descifrar este dilema —y las contradicciones que contiene— es pertinente
ofrecer algunas consideraciones para la discusión. Propongo reconstruir los
elementos de transformaciones agrarias y rurales que en tiempos anteriores se
conocían como la “cuestión agraria”.
Los
procesos de transformación tienen relación con la “Nueva Geoeconomía” del
capital en la región. Se trata de flujos de capital en forma de inversión extranjera
directa (IED) destinados a la adquisición en gran escala de tierra y agua
—proceso conocido como “acaparamiento”— para la extracción de recursos
naturales. Es la respuesta a la demanda por commodities del mercado mundial. La
escala de estos flujos de capital es enorme. Hasta 1990, el subcontinente
sudamericano era receptor del 12% de las inversiones globales en el sector de
minería pero hoy en día absorbe más del 40% de este tipo de inversiones.
Las
consecuencias son varias y están relacionadas con las transformaciones
recientes. Primero, la nueva geoeconomía ha acentuado el carácter de enclave de
las economías de la región y, en consecuencia, agravó la tendencia a exportar
el producto social en forma primaria y sin valor agregado. Segundo, ha
promovido un modelo de desarrollo orientado a la extracción y despojo de la
riqueza nacional que genera escasos beneficios para los países de la región y
elevados costos, no solo para la sociedad y la naturaleza sino también para las
economías nacionales. Se estima que un país que exporta sus recursos naturales
recibe menos del 18% de su valor en el mercado mundial de minerales y metales,
fuentes de energía (combustibles fósiles y biocombustibles) y productos
agropecuarios. La situación es aún peor en el sector de la gran minería: en el
caso de Bolivia, menos del 4,5% del valor se queda dentro del país y en México
la misma cifra apenas alcanza al 1,2%.
La
retórica a menudo está en contraposición a los datos y cifras. El mensaje es
que si el extractivismo no es una bendición, al menos es una “oportunidad
económica” que se debe aprovechar. El problema es que la mayor parte del valor
total de las materias primas es expatriado para beneficiar a las compañías
multinacionales en forma de tasas de ganancias extraordinarias que se mueven
entre 35 a 60%. También los grandes operadores —commodity traders— cosechan y
se benefician con 25 mil millones de dólares al año.
En
el discurso político también se justifica este “negocio” en términos de la
renta (tributación y regalías) que genera y permite a los gobiernos disponer de
significativos ingresos fiscales adicionales para financiar inversiones públicas
y programas sociales. Pero la justificación esgrimida no calcula y toma en
cuenta los altísimos costos sociales y medioambientales. Mientras los
beneficios son trasladados fuera de los países productores, los costos sociales
y económicos se quedan y, la mayor parte, son asumidos o absorbidos por las
comunidades y pobladores del campo que sufren los impactos negativos del
extractivismo.
También
el extractivismo genera altos costos políticos. Los acuerdos económicos entre
agentes del capital global y gobiernos obligan a estos últimos a adoptar
políticas que contradicen su compromiso con el pueblo o su plan soberano de
asegurar el “Vivir Bien”. Ante intereses económicos coincidentes —más lucro
para las transnacionales y más ingresos fiscales para los gobiernos— en muchos
casos los gobiernos acaban posicionándose al lado del capital en su relación
conflictiva con las comunidades que luchan para sobrevivir y protegerse de los
impactos negativos del capitalismo en su forma extractiva. Por ejemplo, en Perú
Ollanta Humala ordenó el despliegue de tropas militares en una zona de
conflicto cercana a uno de los proyectos mineros más grandes del mundo: Minas
Conga, en la región de Cajamarca. Esta acción provocó varios muertos y heridos
entre los defensores de la naturaleza y del modo de vida de los campesinos de
la región. De forma similar, el régimen posneoliberal de Rafael Correa persigue
a los defensores del medio ambiente, quienes son calificados de “radicales”
cuando sus protestas amenazan el proyecto de desarrollo nacional del gobierno
ecuatoriano. En este último caso, el movimiento indígena acabó rompiendo todos
sus lazos con el gobierno por haber éste traicionado su compromiso con el
pueblo y, a pesar de la retórica antiimperialista, por favorecer al capital y
por ser sumiso ante los inversionistas y las empresas multinacionales.
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