Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por Frei Betto
Ser de izquierda es, desde que esa clasificación surgió con la Revolución
Francesa, optar por los pobres, indignarse ante la exclusión social,
inconformarse con toda forma de injusticia o, como decía Bobbio, considerar una
aberración la desigualdad social.
Ser de derechas es tolerar injusticias, considerar los imperativos del
mercado por encima de los derechos humanos, encarar la pobreza como tacha
incurable, creer que existen personas y pueblos intrínsecamente superiores a
los demás.
Ser izquierdista -patología diagnosticada por Lenin como ‘enfermedad
infantil del comunismo’- es quedar enfrentado al poder burgués hasta llegar a
formar parte del mismo. El izquierdista es un fundamentalista en su propia
causa. Encarna todos los esquemas religiosos propios de los fundamentalistas de
la fe. Se llena la boca con dogmas y venera a un líder. Si el líder estornuda,
él aplaude; si llora, él se entristece; si cambia de opinión, él rápidamente
analiza la coyuntura para tratar de demostrar que en la actual correlación de
fuerzas…
El izquierdista adora las categorías académicas de la izquierda, pero se
iguala al general Figueiredo en un punto: no soporta el tufo del pueblo. Para
él, pueblo es ese sustantivo abstracto que sólo le parece concreto a la hora de
acumular votos. Entonces el izquierdista se acerca a los pobres, no porque le
preocupe su situación sino con el único propósito de acarrear votos para sí o/y
para su camarilla. Pasadas las elecciones, adiós que te vi y ¡hasta la
contienda siguiente!
Como el izquierdista no tiene principios, sino intereses, nada hay más
fácil que derechizarlo. Dele un buen empleo. Pero que no sea trabajo, eso que
obliga al común de los mortales a ganar el pan con sangre, sudor y lágrimas.
Tiene que ser uno de esos empleos donde pagan buen salario y otorgan más
derechos que deberes exigen. Sobre todo si se trata del ámbito público. Aunque
podría ser también en la iniciativa privada. Lo importante es que el
izquierdista sienta que le corresponde un significativo aumento de su bolsa
particular.
Así sucede cuando es elegido o nombrado para una función pública o asume
un cargo de jefe en una empresa particular. De inmediato baja la guardia. No
hace autocrítica. Sencillamente el olor del dinero, combinado con la función
del poder, produce la irresistible alquimia capaz de hacer torcer el brazo al
más retórico de los revolucionarios.
Buen salario, funciones de jefe, regalías, he ahí los ingredientes
capaces de embriagar a un izquierdista en su itinerario rumbo a la derecha
vergonzante, la que actúa como tal pero sin asumirla. Después el izquierdista
cambia de amistades y de caprichos. Cambia el aguardiente por el vino
importado, la cerveza por el güisqui escocés, el apartamento por el condominio
cerrado, las rondas en el bar por las recepciones y las fiestas suntuosas.
Si lo busca un compañero de los viejos tiempos, despista, no atiende,
delega el caso en la secretaria, y con disimulo se queja del ‘molestón’. Ahora
todos sus pasos se mueven, con quirúrgica precisión, por la senda hacia el
poder. Le encanta alternar con gente importante: empresarios, riquillos,
latifundistas. Se hace querer con regalos y obsequios. Su mayor desgracia sería
volver a lo que era, desprovisto de halagos y carantoñas, ciudadano común en lucha
por la sobrevivencia.
¡Adiós ideales, utopías, sueños! Viva el pragmatismo, la política de
resultados, la connivencia, las triquiñuelas realizadas con mano experta
(aunque sobre la marcha sucedan percances. En este caso el izquierdista cuenta
con la rápida ayuda de sus pares: el silencio obsequioso, el hacer como que no
sucedió nada, hoy por ti, mañana por mí…).
Me acordé de esta caracterización porque, hace unos días, encontré en una
reunión a un antiguo compañero de los movimientos populares, cómplice en la
lucha contra la dictadura. Me preguntó si yo todavía andaba con esa ‘gente de
la periferia’. Y pontificó: “Qué estupidez que te hayas salido del gobierno.
Allí hubieras podido hacer más por ese pueblo”.
Me dieron ganas de reír delante de dicho compañero que, antes, hubiera
hecho al Che Guevara sentirse un pequeño burgués, de tan grande como era su
fervor revolucionario. Me contuve para no ser indelicado con dicho ridículo
personaje, de cabellos engominados, traje fino, zapatos como para calzar ángeles.
Sólo le respondí: “Me volví reaccionario, fiel a mis antiguos principios.
Prefiero correr el riesgo de equivocarme con los pobres que tener la pretensión
de acertar sin ellos”.
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