Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por Rafael Bautista
S.
De ese modo, una política
de Estado se constituye en la objetivación de la autoconsciencia que un pueblo
ha producido en cuanto proyecto de vida. El proyecto es lo que da sentido a
toda lectura. En consecuencia, no hay posibilidad de hacer una lectura
geopolítica sino dentro de un proyecto político determinado (que es siempre el
propio).
Esta distinción lógica nos
permite despejar las confusiones. Porque no es lo mismo una lectura –que puede
ser un diagnóstico– y un proyecto. Ahora bien, en el caso nuestro, la ausencia
centenaria de una política de Estado en torno al mar tiene que ver, no sólo con
la ausencia de proyecto sino, sobre todo, con la ausencia de proyecto propio;
es decir, la ausencia de Estado nacional es la consecuencia de la ausencia de proyecto
propio. Puesto que la nación es un proyecto político, la ausencia de producir
nación se traduce en la ausencia de producir Estado. Por eso, lo que hay, no es
más que un Estado aparente. Ese es el retrato político de una Estado colonial.
Incapaz de producir nación, su devenir consiste en adaptarse del mejor modo
posible (que es casi siempre el peor) a las circunstancias que suceden siempre
al margen de éste.
En ese sentido, la pérdida
del acceso al mar no es sólo imputable al usurpador sino a un Estado
señorial-oligárquico incapaz de producir nación; si el Estado es apenas el
botín de una casta, se entiende el carácter antinacional de ésta y, en
consecuencia, la precoz inclinación hacia intereses ajenos. Si después de la
derrota militar prosigue la resignación diplomática, una patología del Estado
republicano boliviano debiera dar cuenta del porqué de esa suerte de
entreguismo vocacional, del argumentar contra sí mismo para beneficio del
enemigo. El juicio al Estado colonial que pretendía la Asamblea Constituyente
tenía esa importancia: una “refundación del Estado” tiene sentido si se ha
comprendido la patología del Estado que se quiere superar.
¿De qué nos sirve ahora
aquello? Nos sirve para señalar los resabios señorialistas que aún perviven
como patología estatal. Porque si de derecho hablamos –haciendo mención a las
palabras de nuestro presidente en la reunión de la CELAC–, requerimos fundar
nuestro derecho al mar en algo ya no sólo consistente, en lo formal, sino
coherente con el proyecto propuesto, o sea, con el contenido propositivo que
reúne a la nueva disponibilidad plurinacional.
Los resabios señorialistas
persisten en producir legitimidad de modo vertical, es decir, por dominación.
El derecho moderno-liberal consiste en ello, y Chile es su fiel reflejo, por
eso el plenipotenciario Abraham Köning, en 1900, justificaba la usurpación de
nuestro Litoral en este sentido: “Chile ha ocupado el Litoral y se ha apoderado
de él, con el mismo título que Alemania anexó al Imperio la Alsacia y la Lorena; nuestro derecho
nace de la victoria, la ley suprema de las naciones”. Todos los tratados
admitidos desde esta posición declaran que el derecho lo impone el vencedor.
La lógica jurídica parte de
una situación de facto que funda toda jurisprudencia, en este caso, el derecho
que da la victoria. Lo que hace Köning y lo que siempre ha hecho Chile es
fundar su derecho en el factum de la victoria; desde allí se entiende que la
derrota no proporciona derechos. Desde Locke esto se conoce como “estado de
guerra”, la declaración de la inhumanidad del enemigo; eso le sirve al Imperio
Británico para justificar el genocidio de los indios de Norteamérica. En ambos
casos, la violencia se descubre como fundamento del derecho liberal moderno.
Ahora que exponemos ya no
una reivindicación marítima sino nuestro derecho soberano al mar, ¿en qué
fundamos ese derecho? Si el derecho nace del factum de la victoria, entonces
hablamos de una legitimidad (y su consecuente legalidad) de modo vertical. La
legitimación de modo vertical sucede por dominación y parte de la violencia
fundacional que afirma el derecho como patrimonio privativo de quien detenta el
poder. El vencedor afirma su pretendido derecho en ese sentido, lo grave es que
el vencido admita lo mismo.
Chile se constituye como
Estado militarista porque frente a Perú y Bolivia no le quedaba otra opción que
la beligerante; por eso, aun hoy en día, no le conviene a Chile la unión de
estos países (desde su nacimiento como república, veía ya como amenaza lo que
se explicitó en la confederación que propugnaba el mariscal Santa Cruz). Si en
Chile prospera la legitimación vertical, en Perú y Bolivia sucede para la
desgracia de ambos. En el caso nuestro, las pérdidas territoriales son
atribuibles a la casta señorial y no a la nación, ya que ésta no merecía
siquiera existir en los planes de aquella. Perder territorio sin defenderlo es
algo que carcome al espíritu señorial, por eso no puede sino imprecar a la
nación toda de sus propias bajezas: perdimos el Litoral por “carnavaleros” (esa
era su letanía, para inculpar a la nación toda su propia responsabilidad
histórica).
Los que se hacen con el
Estado post-guerra del Pacifico son precisamente quienes nunca lo defendieron:
Arce y Campero; quienes junto a Baptista o Montes y hasta Moreno son los patricios
de la ideología señorial (por eso no es raro que hasta hoy en día se les rinda
honores), que deposita en un chivo expiatorio todos sus oprobios: el indio.
La legitimación de modo
democrático es lo que nunca se propusieron, porque en tal caso debían imponerse
a sí mismos el reconocimiento de la humanidad del elemento nacional. En
consecuencia, los vecinos aprovechan no sólo la débil estructura estatal sino
la propia ideología señorial: para quien la nación no merece existir, el país
mismo carece de sentido. Por eso no se trata sólo de levantar el derecho sino
de tomar conciencia de la necesidad de fundarlo en algo que vaya más allá y
supere al derecho que esgrime el vencedor (y reafirma el vencido).
Porque se trata de dos
proyectos distintos (uno fundado en la dominación y el nuestro en la
liberación), también se trata de dos concepciones de derecho que necesitamos
esclarecer, para que la argumentación no sólo sea solida sino muestre la
incongruencia e insostenibilidad del otro.
El derecho que podemos argüir
no es un derecho emanado por constitución, porque una constitución no es sino
también una convención; es decir, no reclamamos nuestro derecho porque nuestra
constitución lo diga. Chile también deriva su derecho por constitución y en
ésta, como en sus símbolos patrios, se lee: por la razón y por la fuerza. Una
constitución objetiva lo que ya se halla fundado y lo que se halla fundado es
también el fundamento del derecho, que se expresa después como ley de Estado.
Nuestros argumentos
históricos sobran pero, ante la fuerza hecha razón de Estado, no valen. Sólo
otra fuerza podría oponérsele. Nuestro derecho al mar, no se funda en la
posesión (que ya sería un argumento válido, puesto que Atacama fue usurpada por
una guerra que provocó el propio Estado chileno); por eso no es un derecho
reivindicacionista (aunque algunos de nuestros ministros no sepan distinguir
esto). Nuestro derecho tiene que ver, en primer lugar, con el derecho de todo
pueblo a su continuidad territorial. Chile jamás podría argüir la previa
presencia araucana o mapuche y menos española en el Atacama. La continuidad de
pisos ecológicos que provienen de la era precolombina, advierten la conexión
geopolítica del altiplano con la costa, conexión que produjeron los aymaras
(que aun existen en el norte chileno); aun hoy en día, el comercio del
occidente boliviano baja hacia esos lados.
En el horizonte geográfico
de los altiplánicos se encontraba siempre la costa, y en el discurso de la
espacialidad del territorio que produjeron los aymaras, la costa constituía la
frontera natural para los pueblos andinos. Si la tierra y el territorio son
esenciales para la vida de un pueblo, es porque ningún pueblo posee realidad
sin su propio espacio y sin la conciencia de su propia espacialidad; pues el
suelo desde el cual se levanta como pueblo es, por eso mismo, el suelo vital
que le da realidad, porque complementa su propia existencia.
La guerra que inició Chile
no tenía afanes sólo económicos. Había fines estratégicos, en este caso,
geopolíticos; lo cual se demuestra en los tratados posteriores a la guerra,
como en el de 1904. En definitiva Chile se proponía vivir a costa nuestra (con
la complicidad de nuestra casta señorial), pues nos convertía en doblemente
tributarios, primero del mercado mundial y luego del uso obligado de sus
puertos. Con eso aseguraba el desarrollo del norte chileno a costa de nuestra
economía. La complicidad del Estado señorial-oligárquico consistió en depender
siempre de la salida por puertos chilenos; por eso los tratados no hacían sino
ratificar las ventajas que tenía Chile ante la dependencia de un Estado que no
buscaba más salidas que las mismas (el botín chileno fue nuestra dependencia,
por eso podían chantajear todo lo que quisieran, porque la vocación señorial
así lo permitía).
Lo que antes era, y siempre
fue, una libre conexión entre altiplano y costa, después de la usurpación se
convirtió en un muro jurídico-político que nos condenaba al encierro
geopolítico (por eso no es metafórica la acepción de enclaustramiento). El
mercado mundial que nacía, lo hacía por el mar y Bolivia quedaba impedida de
una concurrencia libre a ese mercado. Su condición de doble tributario hacía
más desgraciada la vida en su interior, puesto que los ingresos (en gran parte
el propio tributo indígena) ahora debían costear aquel peaje inevitable que
imponía Chile. A ello hay que sumar, otra vez, gracias a la complicidad propia,
la destrucción del comercio nacional por su supeditación al comercio chileno.
La consigna fue siempre vivir a costa nuestra. Chile aseguraba, de ese modo, el
modo parasitario de su desarrollo.
Entonces, por último,
nuestro derecho proviene de algo anterior a todo discurso estatal: ningún
pueblo puede vivir a costas y expensas de otro pueblo. Pretender fundar el
derecho en esta injusticia, vulnera al derecho mismo; pues sólo la vida es la
fuente de todo derecho posible y, en consecuencia, el derecho sólo puede nacer
de la afirmación de la vida, lo cual significa que la vida de uno No puede
significar la muerte de otro. El pretendido derecho que postula un Estado a
costa de la vida de todo un pueblo no constituye derechos sino es la violación
de todo derecho.
Por eso hace bien nuestro
presidente en sostener que nuestra protesta no es por reivindicación sino por
derecho. Lo que estamos poniendo en evidencia, es la irracional pretensión de
fundar el derecho en la conquista. Este es el contexto que nos sirve para
proceder con una adecuada lectura geopolítica del contexto actual, en el cual
podamos perfilar una determinada política de Estado referida al mar.
Nuestra lectura geopolítica
tuvo al parecer eco en ambientes gubernamentales, lo cual nos mueve a
argumentar de mejor modo las opciones (porque no basta que se repitan como
consignas los argumentos y es mejor que expongan los argumentos quienes los han
producido que quienes simplemente los repiten). La nueva disposición
geopolítica que va emergiendo en este nuevo mundo multipolar, nos proporciona
un contexto, en el cual, sería posible estratégicamente remediar nuestra
postración (como ya dejamos señalado en nuestro libro: “Pensar Bolivia del
Estado colonial al Estado plurinacional. Volumen II”). De las nuevas potencias
emergentes, Brasil y China son las que nos interesan y con quienes ya
debiéramos generar las condiciones para establecer nuevas opciones.
Se habla ya de la
integración de dos nuevas potencias al grupo de los BRICS; una relativamente
mediana pero de importancia geopolítica y geoestratégica: Turquía; la otra es
Indonesia y su importancia no es sólo económica sino comercial, regional y
también geopolítica. Los BRICS (que serían ahora BRICSIT) apuntan a una
integración que va más allá de la puramente económica, lo cual ya se advirtió
con la inclusión de Sudáfrica que, junto a India y Brasil, establecen la
potestad de una ruta estratégica entre tres continentes. Brasil necesita una
conexión efectiva con China para que aquella potestad estratégica sea
definitiva. Bolivia tiene entonces importancia geoestratégica, pues es el
corredor ideal que requiere Brasil para consolidar su conexión bioceánica.
Nuestra tesis se enfoca en
ese sentido. La bioceánica aparece como una oportunidad geopolítica que nos
permitiría desplazar la importancia de los puertos chilenos y apostar a la
creación de un corredor de integración económico-comercial entre Brasil,
Bolivia y Perú. Involucrar al Perú para nosotros es estratégico, pues por el
potenciamiento del norte chileno, a costa nuestra, también el Perú sufre la
postergación de su región sur. Entonces es necesario insistir en el interés
común que representaría nuestra apuesta. Lo cual significa no sólo utilizar los
puertos de Ilo o Matarani (como ya se señala inocentemente). Una auténtica
estrategia no acaba con el uso de puertos sino con una verdadera integración
económico-comercial y sobre todo, geopolítica.
En toda reconfiguración
geopolítica las estrategias estatales pasan por asuntos de sobrevivencia de los
países. Lo que se evalúa es, en definitiva, un posicionamiento efectivo en esa
reconfiguración. Cuando Chile nos enclaustró, condicionó nuestra integración al
mercado mundial a la supeditación de sus propios intereses, es decir,
geopolíticamente nos anuló.
La sobrevivencia nuestra en
el nuevo mundo multipolar, pasa por una adecuada lectura geopolítica de la
movible disposición cartográfica, donde los corredores geográficos tienen
carácter estratégico. La bioceánica nos podría permitir un posicionamiento más beneficioso,
pues se trata de una conexión que la potencia vecina requiere, sobre todo sus
Estados de Rondônia y Mato Grosso, además de Sao Paulo, el polo de mayor
exportación del Brasil.
Bolivia es el corredor
idóneo de acceso al Pacífico. En ese sentido, nuestro país necesita un uso
geopolítico de su condición de corredor geoestratégico, apuntando
estratégicamente por dónde sale aquel corredor. Cuando de comercio se trata
(tasas aduaneras, aranceles, peajes, etc.), a nadie se le ocurriría desestimar
ser parte de semejante corredor. Apoyándonos en el hecho de ser la mayor parte
del corredor, la decisión de direccionar la bioceánica significa una decisión
política, o sea de política de Estado. Por eso no se trata sólo del uso de
puertos sino de toda una estrategia que apunte a menguar la importancia de los
puertos chilenos y el subsecuente potenciamiento de las regiones
peruano-bolivianas involucradas en ese corredor estratégico.
Arica e Iquique dependen
del comercio boliviano, pero en las condiciones que nos impuso el Estado
chileno, esa dependencia se ha traducido siempre en dependencia nuestra. La
mentalidad colonial de nuestro Estado jamás apostó a remediar aquella
dependencia y nunca vio otro destino que sostener, a costa siempre nuestra, el
desarrollo del norte chileno.
Usar la bioceánica de modo
estratégico también supondría un proyecto más ambicioso: la integración
amazónica entre Brasil, Bolivia y Perú. Lo cual podría hasta convertirse en un
activo estratégico medioambiental que la región podría presentar como respaldo
de iniciativas globales de políticas para enfrentar la crisis climática. Eso
significaría acercar al Brasil a nuestra política de “defensa de derechos de la Madre Tierra”. De
este modo también perfilamos una nueva salida, hacia el Atlántico, por el
Amazonas. Además que la integración estratégica no acaba allí sino que
proyecta, despertando la historia común entre Perú y Bolivia, la restauración
de la expansión incaica, lo cual incorpora al norte argentino en una nueva
apuesta integracionista. Bolivia se presentaría como centro neurálgico de toda
esta nueva estrategia geopolítica. Lo cual nos coloca en una posición atractiva
en la región y, además, como conexión estratégica entre dos potencias
emergentes, Brasil y China.
Todo esto no puede diluirse
en un mero afán circunstancial sino que su explicitación en política de Estado
requiere hacerse doctrina estatal, lo cual significa hacerse ideología
nacional. La nueva disponibilidad que nace del contenido plurinacional del
proceso constituyente, genera las condiciones propositivas para que el propio
pueblo cambie su universo de creencias; por ejemplo, ese cuasi culto al
producto extranjero es una de las mermas en la propia producción nacional, en
ese sentido, la revalorización de nuestra producción necesita orientarse a un
paulatino desplazamiento de los productos chilenos de nuestro mercado interno.
No podemos más seguir
concibiendo nuestro consumo como despotenciamiento nuestro. Sólo restándole
nuestro mercado a la producción chilena, generaríamos las condiciones para
bajar la soberbia de su Estado, sin necesidad de trifulcas mediáticas. A eso
hay que añadir la apuesta estratégica de una bioceánica que no tenga por
destino los puertos chilenos. El futuro del norte chileno quedaría
comprometido, y su Estado en la necesidad de reconsiderar su obcecada
intransigencia. Nuestro presidente desenmascaró en la CELAC la inconsistencia de
la postura chilena; pero eso no basta si no es acompañada por una política de
Estado; lo cual significa moverse en toda coyuntura sin claudicar los
propósitos de nuestra estrategia hecha doctrina estatal y asumida por el pueblo
como ideología nacional.
Todo esto significa una
legitimación de una nueva ideología nacional por vía democrática y acabar con
el actual empecinamiento de buscar aquello por vía vertical. Lo cual descubre
los resabios señorialistas que todavía mantiene nuestro Estado (aunque ya se
crea plurinacional). Una muestra de estos resabios lo encontramos en la
caracterización del “nuevo” Estado que hace nuestro vicepresidente. En un
artículo suyo sobre la “Topología del Estado” (La Razón, 17-02-13), después de
celebrar la ocupación territorial de la geografía, hecha por los andinos y
amazónicos, destacando los cultivos en andenes, la diversificación de las semillas,
acueductos, depósitos estatales de alimentos, la creación de lagunas
artificiales, etc., subrayando que se trataba de una civilización que
universalizó métodos tecnológicos avanzados que, según él, corresponden a un
tipo de Estado plurinacional “antiguo” (por no decir “atrasado”, lo cual ya
destaca una visión eurocéntrica); concluye en una descripción de la
“territorialidad policéntrica con la forma geométrica de un heptágono con
centro gravitante”, que sería el “nuevo” Estado plurinacional, cuyos vértices,
el Chaco en el sur, Uyuni en el suroeste, el Mutún en el sudeste, San
Buenaventura en el noroeste, Santa Cruz en el noreste, Cachuela Esperanza en el
norte y el vértice central en el trópico cochabambino, contienen como núcleos
irradiantes de la economía, otra vez, las materias primas: el gas, el litio, el
hierro, además de hidroeléctricas que comprometen el ecosistema y la
agroindustria depredadora. Es decir, la universalización de las tecnologías en
la producción de antes, está bien para el pasado, pero para ahora seguimos
nomas dependiendo de las materias primas y los recursos naturales no
renovables. Es decir, otra vez, la visión señorialista del excedente en forma
de extracción y no de producción, lo cual ha generado la típica ideología
extractivista prototípica del Estado señorial-oligárquico.
Quien piensa de ese modo no
comprende que el papel estratégico de las materias primas no consiste en fundar
en éstas la economía sino que toda economía se sostiene, en primera y última
instancia, en garantizar su soberanía alimentaria; esa es la materialidad
ineludible de todo proyecto económico. No hay riqueza alguna si no hay
previamente aquella materialidad asegurada. Las materias primas juegan un papel
estratégico, pero ninguna economía podría sostenerse, en el largo plazo, en
recursos depletables, es decir, agotables. En la nueva disposición geopolítica
multipolar, a la cual tiende el mundo de hoy, las materias primas y los
recursos energéticos ya no están para ofertarse como meras mercancías, pero la
consigna de “exportar o morir” parece que persiste en nuestro gobierno (para
pensar una primera revolución industrial en nuestro suelo, nuestros recursos
debieran ser vistos como el soporte del potenciamiento de una producción, con
su respectiva industria, genuinamente propia).
En las condiciones
actuales, sostener nuestro supuesto desarrollo en la visión señorialista de la
explotación de todo lo que hay, no puede sino reafirmar el carácter estructural
de una economía extractivista. Lo que se proponía el “antiguo” Estado
precolombino era algo más sensato, pues, como dice nuestro vicepresidente, si
la geografía es “asumida por la organización material del Estado para verificar
su soberanía”, ésta jamás puede sostenerse estratégicamente sólo con las
materias primas sino con una revolución productiva que garantice, en el largo
plazo, la soberanía económica. La producción propia es la única garantía de
toda soberanía.
Mientras aquel Estado
“antiguo” priorizaba la producción antes que la pura extracción de materias primas,
como fundamento de la economía, la “nueva” caracterización del “nuevo” Estado,
persiste en el extractivismo, reiterando la apuesta que encandiló a todas
nuestras oligarquías: el excedente en forma de milagro. A esto llamamos la
colonialidad de la política estatal. Aunque se parta de premisas ciertas, las
mediaciones conceptuales que se halla para convertirlas en política, no hacen
sino replicar lo que se pretende superar. Porque el horizonte no cambia, la
política que se adopta, tampoco.
Una geopolítica del mar,
hoy por hoy, no puede tampoco postularse desde las mismas creencias
señorialistas. Nuestra definición actual ya no puede replicar la forma en la
cual se nos ha percibido, sino que pasa por una redefinición del modo cómo nos
percibimos de aquí en adelante. Si merecemos sobrevivir en el nuevo orden
multipolar es porque tenemos un mensaje que el mundo entero necesita oír. Ese
es el acento revolucionario que tiene nuestro “proceso de cambio”. Si se
critica la soledad de la posición boliviana en contextos multilaterales (si
estaba el presidente Chávez no hubiésemos estando tan solos en la CELAC), acerca del reclamo
marítimo, también debiera criticarse la ausencia centenaria de posición
geopolítica que haya significado nuestra importancia en el contexto, por lo
menos, regional. Ahora que se hace posible una nueva reconfiguración global, no
hay mejor contexto para inscribir soberanamente nuestra presencia, en un mundo
nuevo. Si nuestras pretensiones pasan por acercar intereses comunes regionales
a los nuestros, además de ofrecernos como garantía de integración hasta global,
ya no estaremos tan solos.
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