Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Rafael Bautista S.
Hoy se realiza el referéndum autonómico. Poco importa si gana el sí o el no. El debate acerca de las autonomías muestra la pérdida –incluso gubernamental– del horizonte plurinacional.
El lenguaje que expresa, tanto al gobierno como a la oposición, es el autonómico; toda discusión ha devenido en una pueril guerra declarativa: ¿quién es más autonomista? El que se aparta de esa discusión está “políticamente incorrecto”. El lenguaje autonomista ha borrado las fronteras entre la derecha y la izquierda, también la esfumado las referencias de lo popular, así como el carácter revolucionario que anunciaba el horizonte plurinacional. Así ha degenerado el debate político (para deleite del circo mediático). En esa trifulca poco importa lo verdaderamente importante; todos pelean, de uno y otro lado, por su exclusiva sobrevivencia. Tanto oposición como gobierno son, de ese modo, hermanados en lo inmediatista: todo se trata de sobrevivir, y a cualquier precio.
Hace poco, un reconocido intelectual del lado conservador declaraba, en una radio local, que la Constitución que aprobamos el 2009, no fue la que emanó de la Asamblea Constituyente (expulsada de Sucre, pero culminada en Oruro) sino de las “mesas de concertación” que, tanto gobierno como oposición, “celebraron” en Cochabamba y La Paz. Esto corrobora lo que ya habíamos advertido: el 2009 confirmamos un rapto, pues el poder constituyente había sido anulado por el orden instituido y, con ello, se reponía éste último a costa de la soberanía plurinacional.
La nueva Constitución, que debía contener una nueva estructura normativa del Estado plurinacional quedaba viciada por las prerrogativas liberales (que habían sido ya introducidas, aunque tímidamente, en la Asamblea Constituyente, y reafirmadas muy diligentemente en las “mesas de concertación”); de ese modo se resucitaba al Estado anterior y se despachaba al rincón de los recuerdos la potencia revolucionaria del poder constituyente. Lo que el proceso de cambio tenía de revolucionario, lo tenía por ser un proceso constituyente. Pero si esta potencia constituyente es desconocida por el orden instituido, entonces lo que sucede no es sino la reposición del carácter señorial-liberal del Estado colonial. En resumidas cuentas, se trataba de un coup d’Etat. Suprimido el poder constituyente se suprimía al sujeto constituyente y, en su lugar, aparecía un sujeto sustitutivo que, a nombre del proceso de cambio, cambiaba todo para no cambiar nada.
¿Qué era lo que reponía las prerrogativas del Estado señorial-liberal? El proyecto que abrazó la oposición más conservadora para enfrentar y bloquear toda posibilidad de constituir un Estado plurinacional y que, infelizmente, abrazó finalmente el mismo supuesto gobierno del cambio: el Estado autonómico.
Cuando los pueblos de tierras bajas empezaron, a fines del siglo pasado, el proceso constituyente, reclamando una nueva Asamblea para refundar nuestro país, lo hicieron enarbolando algo que, en todas las luchas emancipadoras indígenas había estado siempre presente: la autodeterminación de los pueblos. El lenguaje oenegista de la época tradujo eso por “autonomía”, lo cual sirvió a la derecha para asimilar, otra vez, a lucha popular, bajo una terminología pertinente a sus intereses. De ese modo se legitimó –tarea de intelectuales– el proyecto conservador con nuevas banderas populares. En octubre de 2003 eso era claro, pues la respuesta de la oligarquía camba fue rotunda ante la gesta revolucionaria de octubre: el reclamo de autonomía se hizo unánime en la derecha, porque lo otro significaba la creación de un nuevo Estado. Ante aquello ya inevitable, más aun con la elección de Evo, a la derecha sólo le quedaba la negociación o la capitulación.
El chantaje al proceso constituyente se expresó de este modo: sólo podía ser viabilizada la Asamblea Constituyente si se incluía las autonomías. Ésta fue la trinchera adonde se recluyó el ámbito conservador y, desde allí, boicoteó todo. El propósito era claro: el nuevo proyecto de Estado, si triunfaba, debía ser minado desde adentro. Las concesiones que se fueron confiriendo no bastaron, pues hasta exiliada de Sucre, la Constitución aprobada en Oruro fue “abierta” con la connivencia del propio gobierno y, de ese modo, “revisada” por los intelectuales al servicio del proyecto oligárquico. La facción gubernamental afirma, para su descargo, que sólo aquello viabilizaba la aprobación del texto constitucional; lo que no admite es que aquella “revisión” le devolvía al Estado su carácter conservador y, gracias a ello, podía reponer su estructura liberal. Los ideólogos del gobierno no veían tanto problema en ello porque sus premisas también eran liberales, es decir y, por ello mismo, aquello se llamaba acertadamente “mesas de concertación”.
No se enfrentaban dos visiones o proyectos de Estado sino que, a lo sumo, se negociaba la hegemonía. De ese modo, el sujeto sustitutivo repetía, para su propia desgracia, la paradoja señorial. No estaba a la altura de su desafío histórico: encarnar el nuevo horizonte político; lo único que hizo fue, como toda nueva elite, negociar, con la vieja, el poder arrebatado al pueblo. La oligarquía estaba derrotada pero, aun así, el sujeto sustitutivo –cuyo horizonte de creencias lo ataban al viejo Estado– en aquella negociación le devolvía a la vieja elite sus prerrogativas.

El discurso autonomista no tenía nada que ver con la autodeterminación de los pueblos y las naciones. El modelo autonómico, en todas sus variantes, reafirmaba la fisonomía republicana del Estado, por ello bosqueja una estructura piramidal donde la descentralización de las funciones estatales no son nada más que la negociación de cuotas de poder entre los estamentos canonizados de la distribución liberal (gobierno, gobernaciones y municipios); por eso no es de extrañar que la “autonomía indígena” sea arrinconada al lugar más bajo siendo, en la práctica, cuasi imposible su implementación. Tampoco es de extrañar que, en los últimos años, la migración de ayllu a municipio sea lo más usual, pues ante la inexistencia de un marco normativo que ampare al ayllu –le dé existencia legal–, lo único posible es ampararse en el marco legal existente; el cual no consiente otras figuras que no sean las liberales, donde lo comunitario desaparece y sólo puede sobrevivir si se subsume a una normatividad burguesa, pertinente para el desarrollo exclusivo del capitalismo; lo cual significa la muerte de toda comunidad.
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