El Gobierno usó la hecatombe sanitaria para prorrogarse con una falsa premisa: elecciones o salud.
Por: Yuri F. Tórrez
Para Cochabamba, 1878 fue un año aciago. Sus calles atestadas de muertos
por la convergencia simultánea del tifus y la hambruna configuraron un
escenario dantesco nunca visto. Un cronista de El Heraldo retrataba esa
calamidad sanitaria: “Estamos viendo a todos esos desventurados trasladándose
moribundos y de grandes distancias a buscar su salvación en los insuficientes
hospitales de la ciudad, pero aún más lastimoso es todavía ver el aspecto
cadavérico de tantos convalecientes que de puerta en puerta recorren mendigando
un poco de alimento, un pedazo de pan. La muerte con todos sus horrores y la
lúgubre perspectiva de una espantosa hambruna forman el lamentable cuadro de
nuestra realidad”.
Esa descripción periodística fácilmente podría mostrar la actual crisis
sanitaria. Hace pocos días, un moribundo, contagiado de COVID-19, luego de un
recorrido por varios nosocomios colapsados, en ninguno querían recibirlo, no le
quedó otra salida: escenificar su muerte y, a la vez, dejar un testimonio
simbólico de la hecatombe sanitaria. El hombre agonizante envuelto en una
frazada se bajó de un taxi en una calle céntrica deshabitada por la cuarentena
de fin de semana y se arrojó sobre el cemento para morir.
La cuarentena rígida de más de dos meses tenía el propósito de equipar
hospitales para evitar su colapso. Tarea insoslayable para enfrentar a la
pandemia, pero no se hizo. El gobierno de facto de Jeanine Áñez se ocupó de
militarizar, especialmente aquellos territorios donde radican/viven los
“salvajes masistas”, propalar el miedo a los cuatro vientos, amedrentar a
doquier y amenazar con creces. Pero no se ocupó de la salud. Aún peor, estaban
haciendo una negociación pútrida con los respiradores automáticos. Quizás, el
gobierno de Áñez se imaginó que, teniendo militares en las calles, el virus se
iba a escapar despavorido.
Casi tres meses dilapidados. No hay test rápidos, los hospitales no
están equipados. Y los enfermos con COVID-19 muriéndose en las calles. Desde
hace unas semanas, vecinos que viven alrededor del cementerio público
cochabambino miran al cielo ennegrecido. El humo proviene del horno crematorio
que está sometido a un uso constante por la sobredemanda de incineración de
fallecidos, contagiados por coronavirus. Al igual que los hospitales, el fogón
de cremación colapsó, se calentó hasta malograrse. Antes de la pandemia se
quemaba tres cuerpos diariamente, hoy la demanda de cremación subió
dramáticamente.
Mientras tanto, el Gobierno transitorio se lava las manos. En medio de
la pandemia no logró un consenso con los otros niveles gubernativos para
articular esfuerzos y encarar seriamente la lucha contra el COVID-19. Todo lo
contrario, se afanó en intervenir los Sedes. Quizás esa incapacidad obedece a
la carencia de legitimidad democrática de origen. Cuando el ascenso de los
casos de coronavirus estaba alcanzando su pico máximo (en junio los casos de
contagios por coronavirus rompen los récords), había la necesidad de reforzar
la cuarentena, el Gobierno dispuso flexibilizar la misma y traspasar la
responsabilidad a los gobiernos departamentales y locales, pero sin los
recursos económicos necesarios. Quizás para que los números de contagios sigan
funestos.
El Gobierno usó la hecatombe sanitaria para prorrogarse con una falsa
premisa: elecciones o salud; luego de sentirse acorralado, recién promulgó la
Ley fijando la fecha de los comicios. La administración ineficiente y
putrefacta de la pandemia develó que en Bolivia urge un gobierno
democráticamente legítimo para encarar al coronavirus y, por lo tanto, la
premisa es votar para vivir.
Yuri Tórrez
es sociólogo.
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