Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás
Por: Enrique Castañón Ballivián
La adopción de transgénicos se está convirtiendo paulatinamente en un
patrón común de las políticas agropecuarias en Sudamérica. Ya no son solo
países con tradición en la exportación de commodities agrícolas, como el
Brasil y la Argentina, sino que el planteamiento ha permeado incluso en países
de gobiernos progresistas como es el caso de Bolivia y Ecuador. A pesar que en
ambos casos existe la normativa correspondiente para restringir el uso de esta
biotecnología, la presión política y económica ejercida desde los sectores
empresariales agropecuarios está empezando a doblegar a los gobiernos. Es más,
ante los fluctuantes precios de las materias primas, estos gobiernos empiezan a
ver en el agronegocio una opción alternativa para la generación de divisas. Lo
paradójico, sin embargo, es que, ante la imposibilidad de revertir la fuerza de
sus discursos, se pretende incluir a los transgénicos en la agenda de la
soberanía alimentaria.
El argumento a favor de los transgénicos siempre es el mismo: un incremento
en la productividad. A decir de un representante del empresariado boliviano:
“En Argentina, obtienen 200 quintales de maíz transgénico con una tierra más
frágil que la nuestra y nosotros sacamos solo 80 quintales”. Apelar a visiones
productivistas ortodoxas resulta siempre en un argumento poderoso, al fin y al
cabo ¿quién puede estar en contra de que suban los rendimientos agrícolas? Que
esto se logre simplemente con el uso de transgénicos es una pregunta abierta,
más aún si se considera que por ejemplo a 10 años de la introducción de soya
transgénica en Bolivia este no ha sido precisamente el caso, tal y como lo
muestran las propias estadísticas del gremio empresarial [ii].
Es bien sabido que el uso de transgénicos ha sido fuertemente cuestionado a
nivel global en base a evidencia científica respecto a sus impactos nocivos
sobre la salud y el medioambiente: cáncer y pérdida de biodiversidad son los
elementos más preocupantes, respectivamente. No obstante, no pretendo tomar
esta veta de análisis ya extensamente abordada. Propongo más bien considerar la
introducción de transgénicos como una pérdida de soberanía ante las
transnacionales y por lo mismo argumento que postularlo desde la soberanía
alimentaria resulta una propuesta inédita, por decir lo menos. Siguiendo al
marxista inglés, Henry Bernstein, argumento que el problema central con los
transgénicos no reside en la tecnología en sí, sino en el control oligopólico
que los capitales transnacionales ejercen sobre estos con el fin de subsumir la
agricultura dentro de sus procesos de acumulación de capital.
Se debe comprender la problemática de los transgénicos en su contexto más
amplio por lo que resulta pertinente pincelar algunos elementos históricos que
han marcado la economía política alimentaria global [iii]. A partir de los años
40s, la productividad laboral y agrícola en las granjas capitalistas del Norte
aumenta significativamente como restado de los avances en la industria
agroquímica; hecho que paralelamente amplía la brecha productiva respecto a los
pequeños productores campesinos del Sur. El rápido aumento en los niveles
productivos pronto deriva en un problema de sobreproducción. A falta de demanda
efectiva, la respuesta de Estados Unidos fue la creación de un nuevo régimen
alimentario global que permitiera acomodar sus excedentes agrícolas en forma de
“ayuda alimentaria”. Esta medida a la postre se constituirá además en un
elemento central de su política exterior, principalmente durante tiempos de la
guerra fría.
Para Harriet Friedmann, la subvención a la producción agrícola y el manejo
selectivo de su comercialización en beneficio de algunos países y corporaciones
del Norte, son elementos que permiten hablar de un régimen alimentario de corte
“mercantil-industrial”. La estabilidad de este régimen, sin embargo, duraría
solo unas cuantas décadas pues comenzaría a colapsar paulatinamente a
consecuencia de dos principales dinámicas. Por un lado, el levantamiento del
embargo que Estados Unidos tenía hacia la Unión Soviética da paso a que grandes
cantidades de cereales norteamericanos sean destinados a este nuevo mercado, lo
que a su vez produce una repentina escasez de granos en el mercado global con
la consecuente subida de precios. Por otro lado, la geografía de la producción
industrial de alimentos se ve reconfigurada con la incursión de Argentina y
Brasil –principalmente a través del cultivo de la soya- lo que dinamiza la
competencia en el mercado mundial y por ende erosiona significativamente la
lógica mercantilista.
Ya para inicios de los años 70s, las presiones sobre el régimen
mercantilista y la emergencia de la globalización neoliberal darán paso a la
formación de un nuevo régimen alimentario en sintonía con los cambios en la
economía política global. En este nuevo régimen alimentario, vigente en la actualidad,
son las corporaciones transnacionales las que han adquirido el rol protagónico
dado el acrecentamiento de su poder y control sobre las cadenas productivas
agrícolas. En particular, el capital transnacional se ha concentrado en la
producción de inputs agrícolas (semillas transgénicas, agroquímicos,
maquinaria, etc.) y en la distribución y comercialización de los productos u outputs
siendo el ejemplo más claro las cadenas de supermercados. Consecuentemente, es
posible afirmar que estas empresas transnacionales son quienes en la práctica
están pasando a organizar las condiciones de producción y consumo alimentario a
nivel global y lo hacen, claro está, en función a sus intereses corporativos.
No obstante, es en el campo de la producción en sí donde el capital ha
encontrado históricamente barreras para su penetración e imposición. Una de las
principales barreras está dada por las características mismas de las semilla
que le atribuyen un “carácter dual” pues al mismo tiempo es un medio de
producción y, como grano, un producto. Mientras que su segundo carácter es
compatible con la forma mercancía, el primero resulta más bien antagónico. Es
decir, siempre y cuando un agricultor pueda continuar propagando su semilla
tras cada ciclo productivo de manera indefinida, habrá poco incentivo para que
el capital se inserte en la producción comercial de semillas. Es precisamente
esta capacidad de auto-abastecimiento la que se pretende destruir a través de
la tecnología transgénica para así dar paso al proceso de subsunción de la
agricultura en el capital [iv].
Este ataque sobre la habilidad de los agricultores de reproducir
autónomamente sus propias semillas se lo ha realizado en dos principales
frentes. Por un lado, el desarrollo de “Tecnologías Restrictivas del Uso
Genético” – más conocidas como “Tecnologías Terminator”- ha hecho posible
prevenir la germinación de semillas a menos que se apliquen productos químicos
patentados. Dado que no existe ningún beneficio agronómico, estas tecnologías
no son más que un mecanismo descarado para impedir que los agricultores puedan
continuar sembrando lejos del control transnacional. Por otro lado, el lobby
corporativo ha empujado con fuerza un mayor y más extenso desarrollo de
legislación bajo el acuerdo sobre los Derechos de Propiedad Intelectual (DPI)
-o TRIPS por su sigla en inglés- que se negoció al interior de la Organización
Mundial del Comercio. En años recientes, las presiones del ente global hacia
los estados miembros para que establezcan alguna forma de legislación DPI en
relación a los cultivos ha ido en aumento.
En este sentido, la promoción de las semillas transgénicas puede entenderse
como parte del proyecto neoliberal en tanto apropiación de “lo público” para su
transformación en mercancía de propiedad exclusiva. Al ser separados de uno de
sus principales medios de producción, la semilla, los agricultores son
despojados de un elemento que históricamente les permitía cierta independencia
ante el capital, con lo cual su subsunción al proceso de acumulación se facilita.
Este despojo ejercido sobre el campesinado a favor de las transnacionales
reproduce el carácter de “Robin Hood en Reversa” – robar a los pobres para
darles a los ricos – propio del neoliberalismo [v]. No en vano David Harvey ve
en los transgénicos, y en la industria biotecnológica en general, uno de los
más claros ejemplos de lo que denomina “acumulación por desposesión” [vi].
Dado que traspasan el control sobre la producción agrícola hacia las
corporaciones transnacionales, los transgénicos se encuentran en la antípoda de
cualquier noción de soberanía alimentaria. Al desactivar la capacidad de
siembra de los productores locales, son las semillas transgénicas las que se
consolidan como la opción productiva dominante. Esto hace que las corporaciones
pasen gradualmente a controlar de facto la tierra de los Estados.
Consecuentemente, la tierra no puede ser puesta en producción si no es con los
insumos que las mismas empresas transnacionales producen, con el agravante que
muy a menudo los precios tanto de las semillas como del resto de los productos
tienden constantemente al alza. El caso de México y el maíz transgénico es
ilustrativo en este sentido. En otras palabras, los Estados que abrazan la
tecnología transgénica pierden soberanía alimentaria pues ven mermada su
capacidad de controlar y regular la producción de alimentos doméstica.
Abandonan su rol rector en el desarrollo agrícola y pasan más bien a
convertirse en simples consumidores de mercancías del Norte. En cierto sentido,
se contribuye a consolidar la división internacional del trabajo, el patrón
primario exportador y las condiciones comerciales desfavorables que
históricamente han marcado las relaciones entre el Sur y el Norte.
El autor es investigador boliviano. Máster en Medioambiente y Desarrollo de la Escuela
de Ciencias Sociales y Política Pública del King´s College, Universidad de
Londres
Notas
[ii] Los datos de la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO) muestran que el rendimiento de soya desde la introducción de la variedad transgénica se estancó en el nivel más bajo de toda la región, aproximadamente 1,9 Ton/ha.
[ii] Los datos de la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO) muestran que el rendimiento de soya desde la introducción de la variedad transgénica se estancó en el nivel más bajo de toda la región, aproximadamente 1,9 Ton/ha.
[iii] La lectura histórica de los cambios
en la economía política alimentaria global están en base a Bernstein, H.
(2010). Class Dynamics of Agrarian Change. Canadá:
Fernwood Publishing.
[iv] Kloppenburg, J. (1988). First the Seed: The
Political Economy of Plant Biotecnology, 1492-2000. New York: Cambridge University Press.
[v] Moore, J. (2010). The end of the road? Agricultural
revolutions in the capitalist world-ecology, 1450-2010. Journal of Agrarian
Change, 389-413.
[vi] Harvey, D. (2003). The New Imperialism. Oxford: Oxford University Press.
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