Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Entrevista a Katiuska Blanco
Javier Larraín: Han pasado apenas dos horas de mi arribo a La
Habana y, después de instalado en un céntrico departamento de la calle Neptuno,
a escasas cuadras del Capitolio y el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, me
arrimo a un teléfono público, deposito 20 centavos de moneda nacional y marco
el número de Katiuska Blanco, amiga y –para la ocasión– entrevistada.
Como es habitual en ella, se alegra de la sorpresa
y con voz sosegada y cristalina me pregunta acerca de los pormenores del viaje,
si sufro cansancio o calor, aunque la capital, según comenta la propia gente en
las calles, desde hace días se despierta mojada, a causa de un frente frío que
la envuelve.
De inmediato le comparto mis planes de conversar
acerca de la infancia de Fidel, y una hora más tarde me encuentro en su
departamento, siempre con la mente puesta –lo confieso– de que al atardecer, Silvio
Rodríguez, guitarra en mano, se presentará literalmente en medio de una calle
del barrio de El Pilar, en el populoso municipio de El Cerro. ¿Los invitados
especiales? El ex presidente uruguayo José Mujica y su esposa, Lucía
Topolansky, además del héroe cubano Antonio Guerrero. Como parte de la velada
cultural, el poeta Víctor Casaus hará entrega de una amplia biblioteca a los
vecinos del barrio. La propuesta guitárrica-poética, según dice el trovador, es
llevar la cultura a cada rincón del país; para mí no es otra cosa que el
prodigio de darle vida a la utopía.
Con Katiuska primero tomamos un café con algunas
tartaletas, charlamos de un cuadro de Oswaldo Guayasamín que cuelga de una de
las paredes de la sala, de su vecino el maestro Leo Brouwer y hasta de una
cajita marrón de origen asiático que le obsequió Fidel, para ella “el
Comandante”, mientras me cuenta que él era muy desprendido y generoso, que “le
trajeron esta bella cajita, una delegación, y un día, trabajando, me la
regaló”.
Fidel Castro nació el 13 de agosto de 1926 en el
caserío de Birán, en la provincia de Holguín, al nororiente de la isla. De ahí
que ambicione que Blanco me transporte en el tiempo, hasta aquel terruño y época,
me reseñe cuán trascendental fue la infancia para el líder histórico de la
Revolución.
Antes una pausa, la escritora me narra los
recuerdos de un viaje que hizo hasta allí, junto a Fidel y García Márquez, en
agosto de 1996, para que vaya midiendo la verdadera dimensión de mis propósitos:
“Fui invitada por el Comandante a un recorrido por Birán, cuando
él cumplía sus 70 años. Recuerdo que él hablaba muy bajito con García Márquez,
y una de las cosas que le decía, dos frases que se me quedaron grabadas siempre
en la memoria, era que su papá había dicho que se había establecido allí ‘porque
en Birán nunca hay seca, siempre llueve’, figura que me hacía pensar en los
aguaceros torrenciales, infinitos y eternos de Cien años de Soledad. Posteriormente dijo algo que me pareció muy
poético, que cuando llovía en Birán se sentía el olor a cedros, agregando, ‘a
mi padre le gustaba plantar cedros’. Por eso la biografía que escribí la
intitulé Todo el tiempo de los cedros,
porque siempre he considerado que el viejo Ángel, padre del Comandante, no sólo
plantó cedros vegetales sino también plantó cedros humanos. Ya que haciendo una
especie de reflexión poética, el cedro es un árbol de madera resistente y de gran
hidalguía, atributos que me recordaban un poco lo que era Fidel”.
En esas
lejanas tierras se establecieron sus padres, el gallego Ángel Castro y la joven
oriunda de Pinar del Río, Lina Ruz, formando una extensa y unida familia a
inicios de la tercera década del siglo pasado. En relación ese paisaje
familiar, Katiuska amplía: “Siempre digo que esos años fueron determinantes
para la formación de la personalidad de Fidel, pues su familia era inclusiva, aun
cuando había logrado una cierta posición holgada, desde el punto de vista
económico. Pero él siempre reivindicaba su extracción social de gente
trabajadora, por eso solía decir: ‘soy no hijo de hacendado, sino nieto de
labriegos humildes o pobres en Galicia y en Cuba’”.
Ángel
había pisado por primera vez suelo cubano para participar como soldado español y
repeler a los independentistas que luchaban por liberarse de la Corona. Aunque,
en menos de un lustro, tras un breve paso por su Galicia natal, tomó la
decisión de retornar a la isla y probar suerte, alcanzando en poco tiempo cierta
fortuna, plasmada en decenas de cientos de hectáreas dedicadas a distintos
cultivos y a la explotación maderera. Por su parte, Lina se había trasladado
hasta Holguín, con sus padres y tíos, después del huracán que azotó a Pinar del
Río en 1910, acabando con plantaciones, animales y decenas de vidas humanas.
Por eso la investigadora nos cuenta que Raúl “recuerda a sus padres como
personas de trabajo, que se levantaban a las cinco de la mañana y se retiraban
a dormir muy temprano, porque al otro día había que seguir trabajando”.
Y es
justamente en aquel lugar donde Fidel da sus primeros pasos, me cuenta
concentrada mi amiga: “Sus padres no tenían ese sentimiento de discriminación y
exclusión hacia los empleados, por eso los hijos jugaban y se mezclaban con
todo el mundo. Incluso Fidel y sus hermanos, sobre todo los mayores, tenían
amistades como un muchacho al que le decían ‘Juan la noche’, porque era muy
negro. En la casa de Ángel y Lina nunca hubo un sentido de superioridad en
relación con las familias que los rodeaban, y sus hijos se educan y crecen con
gran amor hacia quienes les rodean, como vecinos o amigos, sin distinción
alguna de clases”.
Al
revisar fotografías y documentos de Todo
el tiempo de los cedros reparamos que, entre otras instalaciones, en
aquella zona rural se contaba con una modesta escuelita donde estudiaban los
hermanos Castro Ruz y “los hijos de los trabajadores del batey”, señala
Katiuska, mientras evoca y cita una carta escrita por Fidel en prisión, luego
de asaltar el Moncada, donde, en alguna medida, se remonta a aquella raíz para
dar explicación a su causa: “Mi
escuelita –dice Fidel– un poco más vieja, mis pasos un poco más pesados, la
mirada de los niños quizás la misma mirada de asombro, y nada más. Hacen más de
veinte años y nada ha cambiado”. A ojos de la autora de Guerrillero del tiempo, es cuando “empieza a hablar de la condición
injusta de aquellos que por no tener recursos económicos no pueden hacer lo que
él sí pudo, ilustrarse; le duele que tanta inteligencia se pierda en esa
localidad, el que sus amigos de infancia no hayan llegado a nada o que las
niñas crezcan para esposas y lavanderas”.
La tarde
transcurre en el reparto habanero de El Vedado y desde el departamento de
Katiuska se divisa la Plaza de la Revolución, con ese eterno y distinguido
“misterio que nos acompaña”, como definió José Lezama Lima a José Martí.
Degustamos otra taza de café acaramelado, se incorpora a la plática una de sus
hijas, estudiante de arqueología en el Colegio Universitario de San Gerónimo en
La Habana Vieja, y mi entrevistada, visiblemente emocionada, continúa con lo
narrado y nos recita otra cavilación de aquel joven rebelde: “¡Y todavía
pensamos que tenemos una noción de lo que es la justicia!”. A su modo de ver,
el futuro Comandante nunca olvidará sus años vividos en Birán, y no comulgará
con la idea “de que las personas se
queden sin conocer, sin saber, que estén condenadas a vivir una vida
eternamente de miseria espiritual y material”.
Pero el
pequeño y verde caserío, cuya casa de madera a la usanza gallega estaba
empotrada sobre pilotes para que los animales hallaran cobijo noche a noche, sintetizaba
quizás como pocos lugares el devenir económico y social de una isla
aparentemente destinada a ser neocolonia norteamericana. Al respecto, Katiuska
es muy detallista al explicarme que “allí Fidel conoce la condición de Cuba, ya
que la finca de su papá estaba rodeada de las tierras de las compañías
norteamericanas, siendo él mismo un propietario que era español”. De igual
manera, a pocos kilómetros, los pinares de Mayarí eran explotados en
aserraderos propiedad de migrantes alemanes, o sea que la infancia de Fidel
transcurre en una región “donde los cubanos no poseen propiedades ya que están
en manos extranjeras”.
En relatos
que ahora a mí me llevan al Macondo del más universal de los colombianos, me
entero que los administradores extranjeros de los centrales azucareros y
aserraderos de la región vivían en modernos y cómodos chalets, muy retirados
del cotidiano de los lugareños. Ambiente que le toca visualizar a Fidel, según
me cuenta la aguda biógrafa: “Ve al cubano en la posición de la persona de segunda
categoría, de quienes no ocupan un lugar connotado en la sociedad”.
Cada
palabra y gesto de mi entrevistada desatan en mí profusas reflexiones, pero de
pronto me distraigo observando otro cuadro de la pared, una fotografía de Fidel
y Katiuska. No dejo de pensar en esas cientos de horas de infatigable labor a
cuatro manos, con un Fidel convaleciente, para dejar testimonio de sus propias
memorias de vida en Guerrillero del
tiempo y las de la lucha revolucionaria cubana en esos dos sendos e
invaluables volúmenes intitulados La
contraofensiva estratégica y La
victoria estratégica.
En un
momento su hija Patricia me hace señas y risueña me da un consejo: “deberás
cargar la batería de la grabadora porque Katy se emociona cuando habla del
Comandante”. Mi amiga-entrevistada revela que le hubiera gustado ser maestra de
historia en alguna escuelita, mientras se disculpa conmigo por ser tan minuciosa
en sus respuestas. Pero ahora soy yo quien se ve obligado a ripostar:
“Katiuska, nunca olvidaré que hace años me dijiste, siendo yo un joven
estudiante de historia, que el Comandante te solía aconsejar: ‘los detalles son
los que importan en la Historia’”.
Fidel
Castro se me descubre como una especie de síntesis de historia larga de su
Patria, absorbiendo a cada instante las relaciones sociales que le circundan,
conmoviéndose ante la discriminación racial y económica, aprehendiendo los
valores de unos padres modestos, sobrios, rectos y honestos. Volviendo sus
ojillos sobre obreros del campo que tras luchar tres décadas por la
independencia de Cuba, se han visto despojados de las tierra que puedan asegurar
el sustento de sus familias, siendo de paso reprimidos por una Guardia Rural de
sombrero alado y caballos finos, al más puro estilo texano.
Si bien
Cuba, una vez llegados los conquistadores europeos, vio apresuradamente
desaparecer a su población aborigen y deforestados sus bosques, primero, para
la construcción de navíos y, luego, para la combustión en los centrales
azucareros, supo esconder un verde rincón en su natal Holguín, la meseta de La
Mensura, serranías donde ese niño pudo además valorar la naturaleza, acto que Katiuska
desentierra: “A finales del 2012 Fidel me hablaba del asombro que había vivido
desde niño escalando los pinares de Mayarí, donde creía que había visto árboles
de 300 o 400 años, sobrevivientes de la colonización; él me platicaba de los
árboles, de la floresta, del clima, de los arroyos, de los ríos. Mientras yo
pensaba que en los maestros de hoy debía prevalecer esta mirada que privilegia
el verdor, el frescor, lo natural y la vida, aunque sin desechar el uso de las
tecnologías y de la modernidad”.
Katiuska
mira el reloj y me comenta que le apunté medio a medio con las tartaletas de
chocolate, que la panadería de la esquina se está especializando en dulces
deliciosos y de presentación fina. A lo largo de la tarde hemos hablado además
de la influencia de los padres de La Salle y jesuitas en la adolescencia de
Fidel y de su paso por la Universidad de La Habana, de cuando su intuición e
inclinación por lo justo se complementan con una sólida y disciplinada
formación intelectual que con los años abrazará las ideas de Marx.
Pero el
tiempo apremia, Silvio Rodríguez nos espera en El Pilar y mi amiga, apoyada
ahora en la puerta de entrada, me lanza sus últimas y fulminantes palabras:
“Como ser humano, Fidel tenía un alto sentido de la honorabilidad, de la
caballerosidad, una ética venida como de algo caballeresco, como de don
Quijote, de luchar contra los molinos de viento, de defender al débil, al
despojado, todo valores que le vienen desde la raíz familiar”.
Entrevista realizada por Javier Larraín Parada
Cortesía de La Correo
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