Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás...
Por: Rafael Puente
El 22 de marzo de 1980 no eran muchos los cientos de
bolivianos que conocían personalmente a
Luis Espinal, ni muchos los militares que sabían su nombre y leían sus artículos.
Dos días después se reúnen multitudes en todas las capitales
del país para enterrarlo, real o simbólicamente.
Cien mil explotados de La Paz acompañan sus restos en una
manifestación doliente e iracunda.
Obreros y cholitas, que dos días antes ignoraban
hasta el nombre de Lucho, ahora gritan y lloran su memoria y la enfrentan al fascismo amenazante.
No es Lucho la primera víctima que se cobra la derecha salvaje en
este país inerme y airado. Pero si es el primer caso de un personaje poco
conocido que en veinticuatro horas pasa a ser un símbolo de la lucha popular, hasta el extremo de
que su muerte desencadena la ola más alta de movilización popular en la coyuntura 1978-80.
Luego la coyuntura se perderá fatalmente, acribillada por
narcotraficantes uniformados y paramilitares en ambulancias, un 17 de julio.
Pero el nombre de Lucho Espinal quedará como recuerdo vivo de aquel capítulo dramático que
fue el primer semestre de 1980. Su figura limpia y aglutinante sobrevivirá al descalabro, a la
miopía de los partidos, al
pacto de caballeros que hizo Lechin con el jefe de los asesinos, a la angustia
negra de la dictadura inédita. Y hoy todavía nos acordamos de él, lo evocamos, leemos sus escasos
escritos, escribimos sobre él, nos aferramos a él como a una bandera, como a una
antorcha. Como a un fusil. ¿Por qué todo esto? ¿Qué significa
realmente Lucho Espinal para nosotros? ¿Qué
representa su figura en el largo y exasperante drama de la
lucha de clases de nuestro país?
Propondré en estas líneas una respuesta a esas preguntas. No
será la única respuesta, ni tal vez la más certera. Además estará cargada de subjetividad. La
subjetividad del amigo y del compañero de lucha que no puede analizar una historia hermana como quien
analiza un material ferroso. El lector dirá si la respuesta responde.
Describamos brevemente el contexto en el que surge
el fenómeno Espinal, un
contexto que presenta dos dimensiones lamentablemente paralelas.
Un pueblo religioso junto a una iglesia desvalida
Aunque la Iglesia en Bolivia es una iglesia
desvalida y artificial, nuestro pueblo es indudablemente un pueblo religioso.

Pero presa de la misma miopía dogmática y de la misma mediocridad rutinaria
de la primera misión conquistadora, la
moderna misión católica -y no digamos las protestantes-
tampoco ha sabido echar raíces en nuestras montañas duras o en nuestros bosques fangosos, y hoy día la iglesia boliviana sigue siendo
pobre, artificial y extranjera. Y quede claro que la calificación de extranjería
no se refiere al lugar de nacimiento de sus agentes pastorales -¡Lucho Espinal nació en Cataluña!- sino a su mentalidad, a sus patrones
culturales, incluyendo los de muchos bolivianos nativos.
Esas características hacen que hoy todavía la Iglesia se mantenga ajena al pueblo y el pueblo ajeno a la iglesia
institucional. Ajeno no quiere decir incomunicado. El pueblo mantiene una
intensa comunicación con la Iglesia:
bautiza y registra a sus
hijos, entierra y responsea a sus muertos, pero no lo hace como quien es
iglesia sino como quien necesita de ese servicio de una institución. De la misma manera el pueblo acude al
registro civil, a la alcaldía o al hospital, sin
que eso signifique que el pueblo los considere suyos. La Iglesia es
ajena al pueblo. Y en este juicio podemos englobar a todas las iglesias, pues
los intentos de otras confesiones por establecerse en nuestro país no han tenido mayor éxito que la iglesia tradicional, llamada
católica.
Sin embargo podemos constatar que ese pueblo ajeno a
la iglesia sigue siendo
profundamente religioso. No vamos a analizar ahora las raíces de dicha religiosidad -probablemente
relacionadas con la importancia de las culturas agrarias, mayoritarias en
nuestro suelo-; nos limitamos a constatar el hecho. Por fuerza de las
circunstancias -conquista y colonia- esa religiosidad se tuvo que vestir de las
formas cristianas y tuvo que articularse en las fórmulas cristianas. De modo que hoy la
mayor parte de nuestro pueblo se profesa cristiano, y está convencido de que lo es.
Tampoco nos vamos
a detener aquí
a examinar la exactitud y el alcance de tal convicción.
Pero
es un dato indiscutible.
Lo que queremos destacar es
que esa religiosidad se encuentra tan desvalida como la Iglesia, su correlato institucional.
De ahí
que sea fácil
presa temporal de predicadores evangelistas y otros agentes
religiosos del Imperio. De ahí
su
carácter tradicional; su
localismo y su hibridismo son los refugios de una religiosidad hondamente
vivida pero carente de sostén institucional, de
reflexión viva, de capacidad
de relación con las demás dimensiones de la vida. (Por cierto, de ahí también por el otro lado la pobreza y
esterilidad teológicas de la iglesia
institucional).
Un pueblo revolucionario junto a unos partidos
desvalidos
Curiosamente podemos observar que algo parecido pasa
con fa dimensión política de nuestro pueblo. Es
también un pueblo
profundamente revolucionario pero carente
de la solidez orgánica que se
requiere para que dicho talante revolucionario se articule y
cristalice en el acontecimiento social. Cumplida hasta su putrefacción la etapa nacionalista -que sí supo dirigir el MNR- ningún partido político ha sabido comprender, calificar y
encauzar esa potencialidad revolucionaria del pueblo boliviano. De ahí que su rebeldía, su coraje, su capacidad de
auto-organización, se vean una y otra
vez frustrados y batidos por las fuerzas reaccionarias- pese a esa formidable
potencia orgánica que es la COB,
fruto máximo de la
espontaneidad revolucionaria de las masas, pero insuficiente para hacer frente a un enemigo que hace tiempo ha superado
el nivel de espontaneidad.
Igual que en lo religioso, también en lo político el pueblo se encuentra reducido a
su instinto, a su fuerza natural, y no encuentra el apoyo y la conducción
que pudieran darle desde adentro auténticos
partidos populares. No vamos a
esmerarnos en el análisis -consabido-
de la izquierda boliviana en sus dos vertientes: la vertiente
populista, carente de principios y experta en manipular a las masas, y la
izquierda marxista, sobrada de principios y que corre al margen de las masas.
Nos limitamos a constatar el hecho. Y la consecuencia del hecho: las masas,
hartas de manipulación populista y ajenas
al principismo marxista, se
alejan más y más de los partidos y, o bien se refugian
en su espontaneidad organizativa -insuficiente pero suya- o bien
intentan nuevos derroteros que -como en el caso de los MRTKs- padecen del mismo
carácter híbrido y localista con que describíamos la religiosidad popular.
Por su parte los partidos aparecen tan desvalidos,
tan extranjeros, tan inoperantes como las iglesias. De ahí su fragmentación y su sectarismo, castigos históricos por su incomprensión de lo que es este pueblo
revolucionario.
Religión y política, paralelas que no se tocan
Un pueblo religioso junto a una iglesia desvalida.
Un pueblo revolucionario junto a unos partidos inoperantes. Tal la realidad que
venimos describiendo y que tiene sus
consecuencias: la ausencia de una instancia institucional que comprenda y
exprese la religiosidad popular mantuvo a ésta alejada de su articulación política. A su vez la falta de una instancia
orgánica que comprenda la
realidad política del pueblo,
mantuvo a ésta alejada de su raíz
religiosa. Es decir religión y política
corren paralelas (las viejas paralelas, de las que nos enseñaban en la escuela que nunca se tocan).
Por eso nuestro pueblo muestra una existencia dicotómica:
por una parte es religioso -reza, celebra el culto, teme y aplaca
deidades- y por otra parte es revolucionaria -acude al sindicato, vota,
bloquea caminos y calles, resiste los golpes militares con dinamita y miguelitos-.
Incluso el sector más
politizado
y combativo muestra esa dicotomía: el minero comunista
no deja de celebrar los viejos ritos que vinculan la riqueza del filón estañífero con el corazón de la llama degollada en honor del Tío... Igual que el intelectual urbano,
ateo e ilustrado, no deja de bautizar a su hijo u ofrecer misas por el padre
difunto.


El resultado de esta dicotomía es lógicamente negativo. Cuando esas dos
dimensiones tan hondamente populares, religión y política, en vez de constituir dos polos se
vuelven paralelas que se ignoran mutuamente, ambas se acortan, se resecan y se
corrompen.
De ahí
la carga de alienación que tipifica a la
religiosidad popular, su carácter conservador y
rutinario, su alejamiento de la realidad social. De ahí que tan fácilmente la religiosidad popular sea
fuente de negocios y explotación por parte de curas y
pastores inescrupulosos, de iglesias y sectas avaras y dirigidas por los
intereses dominantes. De ahí la figura
distorsionada de un dios que lejos de acompañar al pueblo sufriente pareciera que
"almuerza en la mesa del patrón"...
Pero de ahí también la fácil corrupción de la política, el éxito del clientelismo movimientista o mírista, |a rigidez dogmática del trotskismo, el oportunismo
insuperable del nazismo criollo. La política se confunde en la mente popular con
la politiquería, con la lucha por pegas o curules (las mejores
pegas), con la revancha barata y el discurso retórico y vacío.
Tal es la peculiar situación contradictoria en que se debate
nuestro pueblo. Una situación que hace posible que
por la misma avenida Santa Cruz circulen a la misma hora el carro altoparlante
de un partido vociferando consignas apocalípticas contra la UDP -por lo demás sin que nadie le haga mucho caso- y
una marcha de millares de ciudadanos -de diferentes edades y condiciones
sociales— con cantos piadosos y
carteles, a fin de cuentas también apocalípticos, en los que se proclama que la
"única alternativa es
Jesús"...
Es en ese horizonte que se destaca de pronto,
duramente perfilada por el odio de sus torturadores y asesinos, la figura nueva
y renovante de Luis Espinal.
[1]
Este artículo se escribió, a petición de la editorial
HISBOL, para un libro sobre Luis Espinal, pero al final fue publicado en la
revista Fe y Pueblo, del Centro de Teología Popular, n° 4, La Paz, marzo de 1984.
y Twitter: @escuelanfp
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