Por: Marco Teruggi
El viernes 8 de noviembre de 2019
por la noche estaba claro, desde la soledad de la Plaza Murillo, centro del
poder político en La Paz, que el esquema para enfrentar el avance golpista
había hecho agua. Se multiplicaban las noticias de motines policiales, los
grupos civiles armados de la derecha habían recorrido el eje Santa Cruz,
Cochabamba hasta instalarse con logística a pocas cuadras de la Casa de
Gobierno.
Esa noche de lluvia helada solo
quedaban grupos pequeños para sostener esa posición estratégica que se perdió
sin resistencia la mañana del sábado. El Alto aún no se había manifestado con
fuerza, lo haría el sábado en la tarde, cortando el acceso a La Paz. Ya era
tarde: 24 horas después sucedió el derrocamiento, Evo Morales y Álvaro García
Linera se trasladaron al Chapare, luego a México y finalmente a Argentina.
La escalada golpista duró tres
semanas. Pocas personas la anticiparon: la economía crecía, existían acuerdos
con el empresariado a nivel nacional, incluido en Santa Cruz, se venía de una
relativa estabilidad política, y la pregunta central era si Evo ganaba en
primera vuelta o debía ir a segunda.
La derecha sorprendió dentro de
Bolivia y en el continente. Una falta de anticipación similar ocurrió cuando el
23 de enero de ese mismo año un diputado ignoto se autoproclamó presidente de
Venezuela en una plaza y fue reconocido inmediatamente por Donald Trump, o
cuando el gobierno de Sebastián Piñera desplegó militares en las calles de
Santiago para hacer frente a la protesta, un esquema aplicado semanas antes por
Lenín Moreno en Quito ante el levantamiento indígena.
La suma de eventos, a los que se
agrega, por ejemplo, el actual gobierno de Jair Bolsonaro con sus crisis
superpuestas --política, institucional, con discursos contra la cuarentena--,
indica un cambio de las derechas que atraviesa el continente. Existe un
desplazamiento de los límites, una modificación de época marcada por el regreso
de viejas metodologías aggiornadas al tiempo de las redes sociales, con vasos
comunicantes a la vez que diferencias, con procesos de nuevas derechas como
Donald Trump, Matteo Salvini, Marine Le Pen o Vox.
Este empujar cada vez más los
límites ocurre en Argentina con el despliegue de mensajes anticuarentena,
conceptos pobres y peligrosos como la “infectadura”, denuncias de planes de
liberación de presos para formar “patrullas que amenacen jueces y expropien el
capital”, acusaciones de “gravedad institucional” a las pocas horas del
asesinato de Fabián Gutiérrez y la intoxicación mediática con mentiras, medias
verdades, acumulación de miedo, odio y revancha.
Este mapa de derechas no es
homogéneo en el continente, varía según los países, tiempos del conflicto,
según sean gobierno y desplieguen la estrategia de lawfare, como en Ecuador,
Brasil o Argentina antes del nuevo gobierno, o estén en oposición y apliquen
metodologías de desestabilización que llegan a contratar mercenarios para
ingresar al país, como ocurrió en Venezuela.
Pero existen elementos que forman
un cuadro común. En primer lugar, existen dos grandes tendencias en cada país:
quienes rompen límites y radicalizan el enfrentamiento, y quienes buscan
mantener la disputa dentro del marco conocido. A veces sucede que ambas se unen
en un objetivo común, como lo fue derrocar a Evo Morales, para luego volver a
dividirse y construir un esquema de golpistas duros, como Jeanine Áñez y
Fernando Camacho, y golpistas moderados --presentados como demócratas--, como
Carlos Mesa.
Esa tensión recorre la derecha en
Argentina, con las disputas internas de la oposición emergidas en torno a lo
que fue el posicionamiento respecto al asesinato de Gutiérrez, o en Venezuela,
respecto a la división entre presentarse a elecciones o insistir a través de la
vía armada y el bloqueo. Este último caso expone otra dimensión central: los
grados o no de autonomía respecto al Departamento de Estado.
Esa relación con Estados Unidos
es medular. El proyecto de las derechas contempla dos pilares. Por un lado, la
alineación en política exterior con EE.UU., algo que puede verse fácilmente en
que cada gobierno de derecha se propuso desarmar la Unasur, darle la espalda a
la Celac, y volver a la centralidad de la OEA. Por otro lado, la adhesión a un
proyecto neoliberal en materia económica.
Se trata de proyectos de minorías
al servicio de empresas con intereses fuera del país --dejando a un lado un
entramado empresarial con miras al mercado interno-- subordinadas a EE.UU.,
algo constitutivo de las élites latinoamericanas, que no parece modificable,
aun con todas las inversiones y el comercio con China.
Dos cuestiones son centrales en
este escenario. En primer lugar, el sujeto político moldeado por estas claves
político-mediáticas. Las agresiones en Buenos Aires el pasado 9 de julio son un
ejemplo de ese envenenamiento potenciado por las redes sociales que reúne odios
históricos con nuevos apellidos y fantasmas. ¿Qué discursos construir ante eso,
cómo diferenciar entre segmentos, desactivar?
En segundo lugar, ¿cómo gobernar
con este volumen de ataques y corrimiento de límites? ¿cómo no dejarse
arrastrar al terreno del adversario? Esa pregunta, traducida al conflicto
venezolano tiene otras complejidades: ¿cómo se enfrenta un bloqueo económico y
operaciones encubiertas? Y en el caso de Bolivia: ¿cómo debía enfrentarse la
escalada golpista amparada por una arquitectura financiera, mediática y diplomática?
Una parte importante de la
derecha regresa a viejas formas con nuevas presentaciones, intenta ofensivas
sin pedir permiso ni perdón. Detrás de todo --o delante-- está la disputa
económica en tiempos de recesión y el retroceso hegemónico estadounidense.
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